LIBERTAD DIGITAL – 20/11/15 – JESÚS LAÍNZ
· Cualquier político, de cualquier nacionalidad y época, levanta necesariamente demasiadas pasiones tanto a favor como en contra. Consideraciones de todo tipo, políticas, culturales, religiosas y nacionales, influyen siempre en los juicios emitidos sobre personajes del pasado, incluso del pasado ya lejano. El ser humano es un animal pasional. Por ejemplo, el hecho de ser protestante suele facilitar una valoración negativa de Felipe II y los Habsburgo en general, mientras que ser católico impide una valoración serena de Lutero, Enrique VIII o Isabel I de Inglaterra. Y viceversa. Sin movernos de época, ser inglés suele ayudar mucho para sobrevalorar las luces y minusvalorar las sombras de Francis Drake y John Hawkins, mientras que ser español facilita la exculpación de los capitanes españoles y la inculpación de las tormentas. Y viceversa.
La cosa se agrava cuando se trata de guerras civiles, pues la sangre vertida es la propia. En los USA, por ejemplo, siguen sin cicatrizar del todo las heridas entre el Norte y el Sur, del mismo modo que en Francia siguen sin desvanecerse las sombras de Petain y De Gaulle. Entre nosotros, de permanente actualidad, a pesar de haber pasado ya tres siglos, es la antipatía que Felipe V despierta en muchos catalanes, incapaces de analizar con objetividad la vida y obra del vencedor de la Guerra de Sucesión. Y lo mismo sucede con los protagonistas de unas Guerras Carlistas que siguen siendo juzgados en buena medida a partir de la visión que cada uno tenga hoy del asunto foral y su posterior mutación nacionalista.
Pero, sin duda, el acontecimiento histórico que sigue levantando ampollas a pesar de los tres cuartos de siglo transcurridos desde entonces es esa guerra civil eternamente presente no sólo en el campo de la investigación histórica, lo que es comprensible, sino sobre todo en el del debate político, lo que es lamentable. La sinrazón llega hasta el extremo de que la militancia de los abuelos en uno u otro bando influye poderosamente en la alineación política de muchos de sus nietos, como demostró de modo tan destacado el resentido ZP. Por eso hará falta todavía el paso de un par de generaciones para que, una vez olvidado el enfado por el tatarabuelo fusilado por uno u otro bando, los españoles sean capaces de opinar sobre Franco, o sobre cualquier protagonista de aquella guerra, con la debida frialdad.
Sin embargo, no debiera ser tan difícil valorar a los principales protagonistas de aquel grande y trágico episodio de nuestra historia, aparcando en lo posible pasiones personales, familiares y partidistas, por el resultado de la vida y obra de cada uno de ellos. Evidentemente, en todos ellos hay sombras y luces, y evidentemente unos y otros despertarán mayores o menores simpatías dependiendo, como sentenció Mario Benedetti, del dolor con que se les mire.
El lector memorioso recordará la multitudinaria votación que organizó hace algunos años una cadena de televisión para decidir quién había sido el español más grande de la historia. El vencedor fue el rey Juan Carlos I. Los invitados por la cadena para comentar los resultados de la votación fueron el político José Bono y el literato Antonio Gala, a quienes les pareció escandaloso que Franco hubiese acabado en un puesto bastante alto de la lista.
Pero, se mire a la persona de Franco con simpatía, antipatía o indiferencia, se aprecie o no su papel como militar y político, se contemple con agrado, con disgusto o con desinterés el resultado final de la contienda y los hechos del régimen político nacido de ella, lo que parece indudable es que, de todos los españoles del siglo XX, ningún otro fue un exitoso militar, ganó una guerra civil, gobernó su país durante cuarenta años sin demasiada molestia y se despidió de la vida imponiendo como sucesor al español más grande de la historia. No parece mal currículum.
LIBERTAD DIGITAL – 20/11/15 – JESÚS LAÍNZ