JON JUARISTI-ABC
Mientras no exijan la presencia de «drag queens» en los pasos de Semana Santa…
EN el Museo de Historia de Hong Kong se exhiben las tres gigantescas figuras de los dioses guardianes de la Puerta, el tercero de los cuales, Yu, tiene el rostro negro. Los otros dos son un anciano de barba blanca y un recio mozo, probable resultado del desdoblamiento de una misma divinidad. Los hindúes sospechan que el taoísmo les copió su propia trinidad, Krisna, Indra y Varuna, y los budistas le acusan de haber añadido a la dualidad original del Tao, Ying y Yang (o sea, las dos direcciones opuestas de un mismo camino), la figura del bodhisattva Yu Di. Yo (no Yu) pienso en los Reyes Magos.
En el Evangelio (Mateo, 2,1) se habla de unos magos de Oriente que se presentaron en Jerusalén preguntando dónde había nacido el Rey de los judíos y poniendo así en marcha, involuntariamente, la maquinación criminal de Herodes que llevaría a la matanza de los Inocentes (acontecimiento, por cierto, sólo mencionado por el susodicho evangelista). Mateo no concreta el número de los magos. La Iglesia antigua, por diversos motivos, acabó decidiendo que fueran tres, lo que tenía a su favor el número de ofrendas que le hicieron al pequeño Jesús, oro, incienso y mirra, a los que se les asignó muy pronto un simbolismo teológico: oro como Rey, incienso como Dios y mirra (una resina empleada en el embalsamamiento de cadáveres) como hombre.
Sin embargo, durante los primeros siglos del cristianismo, los magos no tuvieron nombre ni número fijo. En los bajorrelieves de algunos sarcófagos aparecen más de tres, sin llegar a ser muchedumbre. Tampoco eran reyes todavía. Por magos, hasta la era cristiana por lo menos, se entendía exclusivamente a los mazdeístas persas o, en un sentido restringido, a su clero. Pero ya en los Hechos de los Apóstoles aparece un Simón Mago, samaritano, que ofrece a Pedro y Juan comprarles el don de hacer milagros (de donde vendría el nombre del pecado de simonía, o sea, el de mercadeo de cargos eclesiásticos). Según algunos apócrifos cristianos, Simón se rompió la crisma en Roma durante una exhibición de vuelo libre.
En los mosaicos bizantinos de San Vital y San Apolinar de Rávena (siglo VI), aparecen los tres magos con sus nombres teóricamente iranios (Melchor, Gaspar y Baltasar), tocados con barretinas rojas y vistiendo leggings, como los indepes de la CUP o como los escitas de las llanuras pónticas (lo que viene a ser lo mismo). Todavía no eran reyes y, blancos los tres, parecen representar las edades del hombre (mocedad, madurez, senectud). Su promoción a la realeza, así como el ennegrecimiento de Baltasar, fueron innovaciones medievales para hacerlos simbolizar los tres linajes de la humanidad (Sem, Cam y Jafet), correspondientes a las tres partes del mundo (Asia, África y Europa).
Las cabalgatas de Reyes son una tradición española muy reciente, de finales del XIX (posterior a la de los gigantes de las fiestas populares, que también representaban a los tres reyes del mundo, eso sí, con sus señoras). Nos la copiaron los polacos y pocos más. En la católica Italia reparte regalos la Befana, una especie de bruja benigna inventada por los fascistas, como el Olentzero abertzale de los vascos, a partir de imperceptibles vestigios del folklore neolítico. Ninguna de estas tradiciones flojillas tiene pinta de poder resistir por mucho tiempo a la globalización. Seguramente la ofensiva queer contra las cabalgatas pretende atacar al cristianismo, pero la relación del cristianismo con las cabalgatas es muy superficial. A decir verdad, las cabalgatas mismas son un índice de descristianización de la Navidad en aras del consumo de masas, al que se apuntan con entusiasmo todos los progres de Carmena. Que lo he visto, Evaristo.