Convertida ya en la candidata oficial a la presidencia de los Estados Unidos por el Partido Demócrata, Kamala Harris ha iniciado esta noche, en la última jornada de la convención de su partido en Chicago, la carrera electoral contra un Donald Trump cuyo equipo es hoy menos optimista de lo que lo era hace apenas unas semanas, cuando Joe Biden parecía decidido a no ceder el testigo electoral a su vicepresidenta.
Kamala no debería sin embargo echar las campanas al vuelo. Que el candidato reciba un empujón en las encuestas tras la convención de su partido, una ceremonia de exaltación del líder destinada, precisamente, a inflamar los ánimos de los tibios y poner en ebullición los de los ya inflamados, es un hecho que no debe ser infravalorado, pero tampoco sobrevalorado. La verdadera batalla electoral empieza ahora.
Kamala, que ha opuesto una y otra vez su visión «optimista» de los Estados Unidos a la visión «oscura» de Trump, tiene un enorme reto por delante. El de dotar a su campaña de un relato capaz de captar las mentes y los corazones de los americanos.
El de Barack Obama fue la promesa de sanar las heridas de un país dividido por la brecha racial.
El de Joe Biden, el de restaurar el alma de un país asolado por el caos generado por la presidencia de Donald Trump.
Kamala ha sido caricaturizada por Trump como una candidata líquida y rendida a los dogmas de la radicalidad woke, incapaz siquiera de decidir si es negra o asiática, de carácter débil y condenada a ceder frente a los Putin, Xi Jinping y Alí Jamenei, tiranos con una visión mucho más cruda y despiadada de la geopolítica que la suya.
También la ha caricaturizado como una radical de izquierdas, algo a lo que ella ha contribuido con el que quizá sea el primer error de su campaña electoral. La promesa de imponer un control de precios a los alimentos, una medida más propia de países como Cuba o Venezuela y que transmite la idea de unos EE. UU. asolados por la pobreza.
Pero quizá el mayor hándicap de su campaña sea este sencillo dato: el Partido Demócrata ha ocupado la Casa Blanca doce de los últimos dieciséis años. Así que cuando Kamala Harris dice que va a arreglar la economía, solucionar el problema de la vivienda o reducir la inflación, cabe preguntarse quién estropeó todo eso en un primer momento.
¿Por qué Kamala, en fin, no arregló como vicepresidenta lo que ahora promete enmendar como candidata? ¿Y qué logros personales la avalan en su promesa?
Pero Kamala ha conseguido algo muy importante durante estos cuatro días de la convención del Partido Demócrata en Chicago. Unir a todas las familias del partido, desde las más centradas a las más radicales, en torno a su figura. También ha conseguido el apoyo de las dos ‘familias reales’ del Partido Demócrata, la de los Obama y la de los Clinton, e, incluso más importante que ello, el de los donantes del partido.
Trump ha perdido momentum y las encuestas parecen haber dado un vuelco en favor de Kamala Harris. Pero la candidata demócrata no ha llegado todavía a la Casa Blanca y lo cierto es que el arrinconamiento al que la ha sometido Biden durante los últimos cuatro años no la han beneficiado y puede que hayan oxidado su instinto político.
Kamala Harris no es, en fin, Joe Biden. La convención demócrata ha supuesto una inyección de optimismo y le ha dado a su campaña un enorme impulso de arranque. Pero a partir de hoy toda la responsabilidad recae sobre sus hombros. Kamala ya no puede seguir escondiéndose, mostrando perfil bajo y rehuyendo los debates y las entrevistas.
A partir de ahora, las balas ya no son de fogueo. La buena noticia para los demócratas es que hay partido. La mala, que el terreno de juego se embarrará rápidamente.