FERNANDO VALLESPIN-EL PAÍS

  • ¿No habíamos quedado en que los mandatos de la ONU eran la medida de nuestra acción exterior; o que decisiones de trascendencia como el acuerdo de España con Marruecos sobre el Sahara debían contar al menos con el beneplácito de la oposición?

Con la guerra de Ucrania hemos entrado en modo hobbesiano. La prioridad no es ya la realización o consecución de algún bien, sino evitar los males mayores. Se acabó el ensueño de un orden internacional organizado a partir de grandes principios que garanticen la paz y la justicia. La seguridad manda y a ella ha de subordinarse todo lo demás. No es lo que deseábamos, pero es a donde nos ha conducido la embriaguez bélica de Vladímir Putin. El miedo vuelve a hacer acto de presencia y este solo puede ser despejado recurriendo a la protección del Estado y su provisión de eficaces medidas de defensa. Volvemos a donde nos dejó la pandemia. Antes se trataba de la seguridad sanitaria, ahora es la militar. El discurso dominante vuelve a estar representado por los “realistas” hobbesianos. Y, como suele ocurrir cuando vuelve Hobbes, Kant se eclipsa, el apremio civilizatorio de los grandes principios que declarábamos con carácter universal cede ante los datos de la realidad.

Nada nuevo, siempre ha sido un poco así, y la prevalencia de lo que uno u otro representan dependía de la coyuntura política específica. Kant nos ofrecía principios regulativos a partir de los cuales ajustar nuestras acciones, Hobbes nos recordaba la dificultad de su realización bajo circunstancias extremas. Uno se corresponde a momentos de tiempo despejado, otro al de condiciones atmosféricas tempestuosas. La perplejidad que hoy sentimos seguramente deriva de nuestro optimismo ilustrado, pensar que la historia era un proceso imparable hacia mayores cotas de bienestar y desarrollo moral. Por eso Putin nos ha fundido los plomos mentales con su guerra de agresión a Ucrania, que tanto nos recuerda al siglo XX, envuelta además en un anacrónico discurso imperial de pueblo y territorio. ¿Pero quién dijo que la historia no se repite? Todos los realistas políticos ―Tucídides, Maquiavelo, el propio Hobbes― pensaban que esta era circular, que no existe algo así como un avance lineal dirigido a un progreso continuo.

Cuando hace un par de días nos desayunamos con el acuerdo de España con Marruecos sobre el Sahara, no pude evitar sentir de nuevo el picor que a uno le deja la confrontación de ambos autores. Sigo en cierto estado de shock. Es muy posible que, medido exclusivamente en términos de razón de Estado, dicho acuerdo represente un mal menor para nuestro país. ¿Pero es justo? Ese Kant indomable que todos llevamos dentro se revuelve. ¿No habíamos quedado en que los mandatos de la ONU eran la medida de nuestra acción exterior; o que decisiones de esta trascendencia debían contar al menos con el beneplácito de la oposición? La forma en la que se ha gestado, hurtándose al debate y sin consultarlo siquiera con los socios del Gobierno ni con la oposición, nos recuerda a los viejos arcanos del poder, no a la transparencia exigida en un país democrático. Y las preguntas se agolpan. ¿Qué va a pasar ahora en nuestras relaciones con Argelia, de cuyo gas tanto dependemos, o, antes que nada, con los mismos saharauis?

No he tenido tiempo aún de digerirlo del todo, aunque tampoco soy tan ingenuo como para no entender la espesa constelación de intereses y las presumibles presiones que se hayan podido ejercer desde fuera para llegar a este resultado. Mi preocupación deriva de este nuevo furor maquivélico-hobbesiano suscitado por la guerra. ¿No habíamos quedado en que esta coyuntura nos había unificado de nuevo en torno a nuestros grandes principios y valores, que es Kant quien mejor nos representa? ¡Qué malos tiempos!