La meteórica caída en desgracia de Karla Sofía Gascón no puede convertirse en una oportunidad morbosa para congratularse, desde cualquiera de las dos trincheras de la guerra cultural, de un castigo ejemplarizante.
Una cacería viral que condena a una persona al ostracismo, por hechos que no tienen en cualquier caso ninguna relación con su profesión, nunca es un espectáculo edificante. En apenas una semana, desde que se conocieron algunos comentarios polémicos de la actriz en el pasado, todos sus compañeros de profesión han renegado de ella.
Netflix ha apartado a la protagonista de Emilia Pérez de la campaña publicitaria de la película y ha borrado su imagen del material promocional. La editorial Dos Bigotes ha suspendido la publicación de su autobiografía. Y el director del filme ha dicho no querer saber nada más de Gascón tras sus «comentarios absolutamente odiosos».
Hoy se ha conocido que la actriz ha decidido no acudir este sábado a la gala de los Premios Goya en Granada, en los que está nominada la película. Una decisión, forzada por las circunstancias, y quizá no del todo voluntaria, que sugiere que tampoco se personará en la entrega de los Oscar a pesar de que Emilia Pérez es la cinta que ha reunido más nominaciones este año.
Pero aun reconociendo la mezquindad del puritanismo moral que ha desatado esta brutal campaña de desprestigio, y la crueldad que supone el abandono súbito de quienes hasta hace unos días la ensalzaban, lo cierto es que el ‘caso Gascón’ ofrece una lección importante.
Porque, como tantos otros que han alimentado hipócritamente esta dinámica de gazmoñería moral, la actriz se benefició de un sistema que la ha acabado devorando. Además de haberse destacado como activista LGBT en favor de las «minorías» y de la «inclusión», parece claro que la nominación de Gascón al Oscar a mejor actriz no está totalmente desvinculada de su condición de primera intérprete transgénero en optar a ese galardón.
En la entrevista que concedió para pedir disculpas por sus tuits contra el islam, en cambio, se declaró irónicamente víctima de la «cultura de la cancelación».
Y es cierto, como alegó la intérprete, que no ha cometido «ningún crimen» expresando opiniones contrarias al islam. Pero su pecado, el verdadero y no el irrelevante por el que se la está castigando ahora, consiste precisamente en haber contribuido a una punitivista neurosis identitaria que sacraliza la corrección política, exigiendo un virtuosismo ético que no tolera el más leve tropiezo.
También, a un fetichismo de la diversidad que define a las personas por una condición accesoria abstraída del resto de sus rasgos.
Karla Sofía Gascón ha pasado de heroína mundial a proscrita social cuando quienes la encumbraron como icono descubrieron que no respondía al arquetipo progresista que se habían formado de ella. Su cancelación debería invitar a sus partidarios a replantearse una industria woke que, aunque pueda resultar lucrativa en un primer momento, sobre todo para quienes son entronizados como sacerdotes de la nueva moral puritana, no deja a nadie a salvo de convertirse en el siguiente purgado.