EDITORIAL EL MUNDO – 16/04/17
· El enigmático líder norcoreano tiene claros rasgos de psicopatía, según los expertos, lo que no significa en modo alguno que no sepa lo que hace al frente del último régimen estalinista del planeta. Kim Jong-un ha vuelto a poner en vilo a la comunidad internacional con la amenaza de una inminente prueba nuclear.
Sería la sexta de Pyongyang desde 2006, pero la primera desde que Trump llegó a la Casa Blanca. Y la nueva Administración ha advertido de que esta vez no se quedará de brazos cruzados y ha insinuado que respondería con un ataque directo contra Pyongyang. Por lo pronto, Washington ha desplazado a la zona un portaaviones. La tensión en la península coreana y el mar de Japón es máxima.
El régimen de Corea del Norte, el más hermético del mundo, conmemoraba ayer el 105º aniversario del nacimiento del fundador de la dinastía Kim, abuelo del actual dictador. Y con tal motivo ha permitido el acceso al país a medios de comunicación internacionales, algo muy infrecuente. El régimen desea recuperar el foco de la atención global y lo ha logrado, aunque las celebraciones concluyeron sin llevar a cabo la prueba nuclear. Probablemente, a las autoridades comunistas les bastaba de momento con hacer propaganda a través de la exhibición de 56 misiles –se estima que posee un millar–, incluido uno que se lanza desde un submarino y que probó con éxito en 2016.
Aparentemente, ésta es la antesala de un choque entre un gato y un tigre, en el que se antoja disparatado que el primero, Corea del Norte, se atreva a amenazar al segundo, EEUU, infinitamente más fuerte. Pero, por desgracia para la seguridad mundial, las cosas son más complejas. Pyongyang es desde hace una década uno de los mayores desafíos, sin que nadie sepa como abordarlo. Porque aunque estemos ante un régimen pobre, fuertemente constreñido por las sanciones internacionales, Corea del Norte pertenece al reducidísimo club de potencias que han logrado hacerse con el arma nuclear. Y eso le convierte en un enemigo extraordinariamente peligroso.
Para Pyongyang, atreverse a usarla contra cualquier Estado, sería suicida, qué duda cabe. Pero nada indica que Kim Jong-un se encuentre en un estado de enajenación que le lleve siquiera a soñar con pulsar el botón nuclear. A la dictadura el hecho de demostrar que posee esta tecnología mortífera le sirve exclusivamente para una cosa: para perpetuarse.
Ése es su objetivo. Pyongyang sabe que habría caído hace mucho si no tuviera esta gran arma. Y el modo en el que se han desarrollado los acontecimientos geopolíticos en la última década –entre ellos la invasión de Irak y el derrocamiento de Sadam–, no ha hecho sino enrocarse al régimen norcoreano, que trata de acelerar a la desesperada sus avances nucleares.
Pero la cuerda no puede estirarse indefinidamente sin romperse. Y en un orden internacional tan frágil cualquier movimiento de piezas puede desencadenar una espiral impredecible. La nueva estrategia de la Administración Trump, basada en el poder duro y en el rearme, parece incompatible con la diplomacia de paciencia que hasta la fecha han desarrollado todas las potencias con Pyongyang. Máxime porque el nerviosismo en la Casa Blanca responde a un hecho objetivo.
Los expertos creen que Corea del Norte tiene ya la capacidad para miniaturizar ojivas nucleares que podrían conectarse a misiles de corto y medio alcance. Pero, de seguir en esta progresión exitosa, se teme que como muy tarde en 2026 podría estar en posesión de misiles balísticos intercontinentales capaces de portar una ojiva nuclear. Y eso significa que llegarían a suelo estadounidense.
Eso es lo que Washington en modo alguno puede consentir. Y baraja por primera vez seriamente la posibilidad de impedirlo con el uso de la fuerza. La paradoja es que dos de sus aliados, Corea del Sur y Japón, le frenan desesperados, porque son ellos los que recibirían los impactos de los misiles de Pyongyang si se desencadena una guerra. Y las consecuencias podrían ser devastadoras.
El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas lleva años endureciendo sus sanciones contra Kim Jong-un. Y de nada han servido, porque las únicas víctimas son los millones de norcoreanos que malviven en el inmenso gulag que es su país. Es obvio que la comunidad internacional debe actuar para poner coto al desafío nuclear. Pero, antes de que los tambores de guerra vuelvan a sonar, es necesario redoblar las vías diplomáticas. Y en este caso pasan porque China –la única potencia con influjo sobre el régimen norcoreano– asuma un papel activo de una vez. Hoy Pekín debe ejercer su responsabilidad y asumir el papel que le corresponde en la gobernanza global.
EDITORIAL EL MUNDO – 16/04/17