- ¿Cree, de verdad alguien que un sujeto como Koldábalos va a resignarse al modo del fiel Barrionuevo? Matar puede salir gratis, a veces. En política, casi siempre. Explotar burdeles, no tanto
Koldábalos no es Barrionuevo. A eso se reduce la diferencia entre el destino, verosímilmente fúnebre, de Pedro Sánchez y la consumada gloria de Felipe González. Una cuestión de sicarios. Mal o bien elegidos.
La imagen queda en mi memoria. Quedará mientras mis recuerdos sobrevivan. Aunque solo sea por haber sido la única de mis apuestas políticas que no acabó en derrota. Sucede ante el portón de la cárcel de Guadalajara. Felipe González, que había sido tantos años presidente del gobierno, acompaña con sonrisa condescendiente al que fue su fidelísimo ministro del Interior hasta el umbral del presidio. Es sincero, tal vez, su paternal cariño. Da una palmadita bondadosa en la espalda del condenado: empujón resolutorio al pobre diablo que vacila ante el abismo y parece a punto de echarse a llorar. Es tierno ese empujón. Sin duda. Pero empujón. El pobre diablo, condenado como vértice de una banda de secuestradores, torturadores y asesinos al servicio del Estado, cae de bruces en el abismo de la indignidad. Y el Señor X da la vuelta. Su sonrisa es tiernamente contrita. Como exigen las cámaras que alzan acta de todo. Tiene mucho que agradecer el Señor X a ese viejo carlista –honremos a Valle Inclán–, al que acaba de empujar al abismo moral, del cual un hombre no se recupera nunca. Porque, seamos serios: por mediación de Aznar, el Señor X les apañará un indulto a él y a su cómplice. Pero eso es casi lo de menos: aunque esperemos que, esta vez, Feijóo no vuelva a hacer lo mismo. El estigma de haber sido condenado como jefe de una banda terrorista de Estado, nada lo borra en esta vida. Tampoco, en la historia, en la cual su nombre quedará como sinónimo de abyección. Pero no cantó, pese a eso, José Barrionuevo. Es lo único de lo que podrá gloriarse ante sus nietos. Lo único que de él dirán no infame las crónicas futuras. No dio el nombre de aquel Señor X, cuyas órdenes cumplía. Quede constancia de que en cualquier sujeto puede sobrevivir un resquicio de fidelidad a alguien. Lo merezca o no lo merezca. Fue fiel hasta el final a los códigos de la Familia.
En el inicio de su carrera contra el reloj de los tribunales de justicia, pensaba Pedro Sánchez que, a su personal guardaespaldas, podría darle él la misma palmadita de González: «A la cárcel, chico. Pero no te preocupes, que ya te iré mercando yo un indulto lo más veloz posible y un estupendo ganapán cuando estés fuera, para compensar sinsabores». Pero puede que haya errado en las personas. Koldábalos no es Barrionuevo. Ni Sánchez es González.
El lector de Maquiavelo recuerda aquel hiriente pasaje en el que el diplomático florentino –y el mejor prosista de su generación, todo sea dicho– advierte al desprevenido príncipe de por qué no debe jamás robar y poco deben dársele los demás crímenes que se le antojen. Porque un hombre está dispuesto siempre a olvidar el asesinato de su padre, pero nunca la desposesión de sus bienes.
Koldábalos, que se sepa, no ha asesinado a nadie. Pero ha robado majestuosamente. Y se ha hecho pagar sus pilinguis con cargo a los impuestos del contribuyente. Nadie va a perdonarle eso. Ni siquiera la mínima piltrafa de conciencia moral del sicario, que hace correr la sangre al mayor honor de su jefe, cabe atribuir a su comportamiento. Barrionuevo podía cargar con delitos que él –así son ciertas cabezas– juzgaba honorables. Koldábalos necesita lavar el cieno en el que amasó dinero y disfrute. No solo dinero suyo. Las cuentas del proxeneta Sabiniano Gómez penden ahora sobre la cabeza de su yerno Sánchez como versión pringosa de la ciceroniana espada de Damocles.
¿Cree, de verdad, alguien que un sujeto como Koldábalos va a resignarse al modo del fiel Barrionuevo? Matar puede salir gratis, a veces. En política, casi siempre. Explotar burdeles, no tanto.