Si la percepción de impunidad se reproduce entre las víctimas del terrorismo, acrecentando su indefensión, algunos individuos pueden sentirse tentados de reemplazar la justicia por la venganza. La materialización de ese escenario no disminuiría la vulnerabilidad de los amenazados, pero supondría una triste victoria para el terrorismo.
«No hay solución. Ojo por ojo, diente por diente». Así resumía Emilio Gutiérrez su desesperación al desatar su rabia contra la herriko taberna de Lazcano semanas atrás. Hoy, desaparecida la atención mediática sobre su ataque de ira tras ser víctima de la violencia etarra, se enfrenta en soledad a una dura realidad. La amenaza, el miedo, el abandono de su hogar y de su trabajo ante la presión del entorno terrorista son las consecuencias de su acción. Permanecen además las causas por las que un ciudadano vasco se encuentra en tan injusta situación, las raíces del terror de las que debe ocuparse el próximo gobierno vasco con iniciativas hasta ahora infravaloradas.
La impotente frustración ante la asfixiante persecución ejercida por el terrorismo está en el origen de la humana reacción de Emilio Gutiérrez. Como señaló Fernando Buesa antes de ser asesinado por ETA en 2000, «hay una violencia que mata y otra que no deja vivir». Esta evidencia es con frecuencia subestimada por responsables políticos e instituciones que tienden a relativizar el impacto de un terrorismo diferente al asesinato pero que lo complementa. La comparación con la violencia mortal decreciente sirve para minimizar los efectos de un persistente acoso al que los poderes públicos no oponen la suficiente y obligada resistencia.
De ese modo se ha logrado que la sociedad vasca asuma estoicamente una anormal imposición en la forma de una intimidación terrorista que condiciona por completo la vida de miles de personas. Aunque de nuevo se han celebrado unas elecciones bajo coacción en las que el electorado no nacionalista se hallaba en desiguales condiciones, los propios políticos constitucionalistas han renunciado a darle a tan fundamental limitación la centralidad que merecería. Esta actitud, motivada por el deseo de no perjudicar su competencia electoral, representa otro perverso beneficio que el nacionalismo extrae del terrorismo.
La sorpresa de una parlamentaria belga en reciente visita al País Vasco ilustraba el peligro de esa anormalidad que calificaba de «omertá»: «Yo he regresado conmocionada porque todo esto sucede en el corazón de Europa y se sienten deseos de gritar ¿Pero qué estamos haciendo? ¿Qué hace el Consejo de Europa? Porque ahí hay un trabajo por hacer, que es la razón de ser del Consejo de Europa, ya que las libertades democráticas fundamentales son las que están siendo vulneradas en medio de la más total indiferencia y la más completa banalización, porque la violencia forma parte de la cotidianeidad».
Para el extranjero, es ésta una intolerable privación de libertades que, sin embargo, ha dejado de serlo para el Estado, suscitando únicamente esporádico y efímero interés en momentos muy determinados. Lo constata por ejemplo la ineficaz, por insuficiente, intervención judicial de numerosas herriko tabernas que continúan desarrollando sus actividades de apoyo y financiación al entorno terrorista. Lo refleja también el siniestro comportamiento del nacionalismo vasco defendiendo el diálogo con quienes intimidan a sus conciudadanos, o su presentación de la ilegalización de los representantes políticos de ETA como la confirmación de la ausencia de democracia. Lo demuestran además los 43 ayuntamientos en los que todavía gobierna ANV a pesar de la vehemente indignación de los portavoces gubernamentales y su incumplido compromiso de poner fin a esa aberración tras los últimos asesinatos. Asimismo, ¿qué mensaje se traslada a una sociedad amenazada cuando el responsable de la presencia etarra en los consistorios no asume su responsabilidad por tamaña negligencia pero sí se ve forzado a dimitir al coincidir con la campaña electoral sus irregulares conductas?
Es perfectamente razonable que, en semejantes condiciones, en las que la acción antiterrorista prescinde de relevantes dimensiones políticas y jurídicas, algunos ciudadanos sientan una considerable desprotección. Es revelador el testimonio de otro integrante de la delegación belga citada: «Que en Europa se sepa que entre un atentado terrorista y otro persiste un ambiente de miedo y de terror, y es necesario protegerse a sí mismo y a sus hijos frente a ese terror todos los días». Ante esa necesidad de defensa, ni el Gobierno central ni el ejecutivo vasco han articulado todas las medidas debidas. La percepción de impunidad es hoy manifiesta en una sociedad en la que prospera el fanatismo sin que los poderes públicos vascos diseñen mecanismos para impedirlo.
Escasa o nula atención merecen para las instituciones la prevención y contención de la socialización en el odio y en el totalitarismo del que emanan los comportamientos violentos en los que se sustenta el hostigamiento terrorista. La deslegitimación y marginación de quienes apoyan y perpetran la violencia es casi inexistente y la condescendencia hacia el terrorismo clara. Reveladora de una inquietante anomia era la reflexión de uno de los primos de Ignacio Uría en un artículo publicado en El Correo un día después de su asesinato: «Dicen que ha podido ser ETA quien le ha asesinado por trabajar en la construcción del Tren de Alta Velocidad. No sé. Yo, personalmente, estoy en contra de este modelo de tren…». Además son comunes en la sociedad vasca la reversión de valores y la deslegitimación de los principios democráticos. Recuérdese, por ejemplo, el apoyo del gobierno vasco al agresor nacionalista de un miembro del Foro de Ermua en 2007 al declarar Ibarretxe ante la justicia por sus reuniones con una organización ilegalizada.
En 1992, cuando el etarra Eugenio Etxebeste propuso la «ulsterización» del País Vasco, describió ese escenario como «absolutamente ficticio». Pronto ETA diseñó su estrategia de «socialización del sufrimiento» con el fin de alimentar el enfrentamiento civil característico del fenómeno terrorista norirlandés. A pesar de las brutales agresiones de ETA y su entorno contra los ciudadanos vascos, la sociedad ha eludido la venganza personal que sumió a Irlanda del Norte en una viciosa espiral de violencia. El ejemplar cumplimiento de la legalidad por parte de las víctimas del terrorismo etarra se apoya en el referente de un Estado democrático que debe ejercer el monopolio de la violencia legítima y la satisfacción de las necesidades de justicia de sus ciudadanos. Sin embargo, si la percepción de impunidad se reproduce, acrecentando la indefensión de los coaccionados, algunos individuos pueden sentirse tentados de reemplazar la justicia por la venganza. La materialización de ese escenario no disminuiría la vulnerabilidad de los amenazados, pero supondría una triste victoria para el terrorismo.
Para que la explosión de furia de Emilio Gutiérrez siga siendo una excepción, la política antiterrorista y sus responsables deben considerar que la ficción de una «ulsterización» podría hacerse realidad si la democracia no actúa con determinación. La visibilidad de un Estado solidario, fuerte y protector es una condición necesaria para evitar la radicalización de unas víctimas del terrorismo respetuosas con esa ley a la que confían sus reivindicaciones de justicia. Por el contrario, la tolerancia hacia la subcultura del terrorismo y la aceptación como tolerables de ciertas expresiones de violencia sobre las que se consolida el miedo, constituyen peligrosos incentivos para empujar a las víctimas hacia una radicalización violenta.
Rogelio Alonso, ABC, 13/3/2009