Antonio Elorza, EL CORREO, 23/5/12
Del lado socialista, despunta la tentación de una nueva ‘trattativa’, entre la deriva de Eguiguren y la voluntad de presentarse como el constitucionalismo anti-pp
Hace veinte años, el 23 de mayo de 1992, el automóvil del juez Giovanni Falcone saltaba por los aires por efecto de una carga de media tonelada de explosivos en la carretera que une Palermo con su aeropuerto. Con su amigo, el también magistrado Paolo Borsellino, había formado un tándem capaz de organizar un maxiproceso contra la Mafia, del cual casi cuatrocientos imputados recibieron condena. Era más de lo que Totó Riina, el capo de la Mafia desde su refugio de Corleone, podía tolerar. Diez años antes, había sido ametrallado el general Della Chiesa, trasladado a Sicilia después de su exitosa actuación contra las Brigadas Rojas en el norte del país; cincuenta y siete días después de la muerte de Falcone, un coche-bomba destrozaba literalmente el cuerpo de Borsellino y de sus escoltas, mientras iba a visitar a su madre. Por fin llegó la reacción del Estado y en 1993 Totó Riina fue detenido, lo cual no impidió otra serie de atentados.
Autor de una serie de excelentes programas de investigación sobre el terrorismo en Italia, el escritor Carlo Lucarelli acaba de dedicar un reportaje de su serie de programas en Rai Tre al doble asesinato de Falcone y Borsellino. A estas alturas importa reconstruir las conexiones, que en el orden político –a pesar de tocar a la Democracia Cristiana y sobre todo a Andreotti– siguen en la sombra. Por otra parte, resulta obvio que el itinerario de Falcone solo podía ser conocido de los servicios de seguridad y que éstos dejaron hacer al terrorista que aparcó durante un día el coche cargado de explosivos junto al portal de la madre del magistrado. La hipótesis más verosímil es que ambos jueces eran los principales obstáculos a la ‘trattativa’, las negociaciones iniciadas entre la Mafia y los servicios secretos, con aval del Estado, para cancelar el artículo 41 bis del Código Penal que suponía una camisa de fuerza para los mafiosos encarcelados. Y de hecho su aplicación efectiva quedó suspendida.
Ahora que se vuelve la mirada hacia el fin de las Brigadas Rojas como punto de referencia para el ocaso de ETA, conviene tanto evitar las analogías forzadas como tomar en consideración la citada experiencia italiana acerca de la relación entre terrorismo y Estado. Lo primero, porque existen dos diferencias sustanciales, que aconsejan no precipitarse a la hora de recomendar abrazos de Bergara con quienes siguen en sus trece. Los antiguos brigadistas reconocieron su responsabilidad en la trayectoria criminal en la organización; los etarras, en su mayoría, no parecen dispuestos a hacerlo. Y en segundo lugar, los objetivos revolucionarios de las Brigadas Rojas, fruto de la tensión social post68, habían pasado con su estrategia del terror al basurero de la historia en el curso de los 80. En el caso de ETA, se ha tratado de una derrota en toda regla ante la pinza policial-judicial de España y Francia, pero la religión política sabiniana sigue en pie, más cargada de expectativas que nunca. Sería magnífico que los patriotas de la muerte de que habla Fernando Reinares asumieran sus responsabilidades y se dispusieran a la fraternización con el mundo de sus víctimas. Algún leve signo hay. Con Sortu legalizado, toca a ellos responder a esa exigencia. Entre tanto, el ‘wishfull thinking’ está de más.
Y están los riesgos de reincidir en la versión autóctona de la ‘trattativa’, que ya en 2006 no acabó en un callejón sin salida por la intransigencia de ETA en las conversaciones de Loyola. Hoy llegan a presentarse como héroes de la paz los protagonistas que mientras la banda se rearmaba, aceptaron la consideración de Euskal Herria como nación de ambos lados de los Pirineos (¿dónde quedaba la Constitución?), la legalización por la puerta trasera de Batasuna (¿dónde la ley de partidos?), el ‘derecho a decidir’ asignado al pueblo y a los ‘agentes’ vascos, más el órgano ejecutivo y legislativo de vinculación con Navarra. ETA volvió al terror y fue vencida, momento en que de nuevo aflora la tentación de reanudar esas negociaciones que según escribiera Currin deben servir para evitar la derrota política definitiva de ETA. Con el orden legal del Estado (ahora además del PP) como adversario implícito. Reforzada además por el éxito electoral, y por la necesidad para el PNV para mantener la puja soberanista, la izquierda abertzale puede exhibir la coherencia de su planteamiento, con la ideología de siempre, frente a unos oponentes dispuestos a exhibir sus diferencias con el voto a la vista. Un buen ejemplo ha sido el recurso a romper la baraja por parte del PP, con tal de erosionar al PSE.
Del lado socialista, despunta la tentación de una nueva ‘trattativa’, entre la deriva hacia la izquierda abertzale impulsada por Eguiguren, con un curioso complejo de apoyos externos, indicativos de visto bueno de Madrid, y la voluntad de presentarse como el constitucionalismo abierto y generoso, anti-pp. Con el consiguiente diseño de un doble juego. Recordemos que diez días antes de que Ares mostrase su acuerdo con lo esencial de la política del Ministerio del Interior sobre reinserciones individuales, recibía importante apoyo mediático un fugaz y sorprendente respaldo al requerimiento de ETA a los Estados para negociar. Era diseñado un cerco al PP, con designación de delegados del PSE (Pastor) y PNV para un reconocimiento de los famosos mediadores y llegar al diálogo bilateral Eta-estado en aras de ‘la paz’.
En su introducción al reciente congreso sobre el tema, Patxi López dejó bien claro que la memoria del terror era el fundamento indispensable de la convivencia. Había que «abrir puertas», añadió, para que los exterroristas se integrasen en la democracia, abandonando su ideología totalitaria. Este es el punto débil: salvo contadas excepciones, están en la democracia, pero su ideología no ha cambiado. Sin cortar este nudo gordiano, no habrá convivencia, sino dominación.
Antonio Elorza, EL CORREO, 23/5/12