Isabel San Sebastián, ABC, 25/10/12
Habría sido tan legal dejarle purgar unos meses más de prisión como abrirle las puertas a la libertad. ¿Por qué ha escogido el Gobierno esta segunda opción?
JESÚS María Uribetxeberria Bolinaga no es un terrorista cualquiera. Ni siquiera es un asesino cualquiera. Está hecho de la peor materia susceptible de moldear a un ser de apariencia humana: odio, fanatismo, ignorancia, vileza, cobardía, crueldad… ensamblada con la argamasa del nazionalismo (con zeta) y encuadrada en una banda criminal que ha utilizado todos los medios a su alcance, incluidos el tiro en la nuca, la matanza de niños y la negociación política, con tal de romper España.
Bolinaga fue uno de los torturadores de José Antonio Ortega Lara, a quien quiso dejar morir en la mazmorra en que permaneció encerrado durante 532 días. Cuando la Guardia Civil dio con la nave, guiada por la información de un confidente a quien el Ministerio del Interior que dirigía Jaime Mayor pagó cinco millones de pesetas (para eso están los fondos reservados, y no para que ciertos políticos se repartan sobresueldos o tapen la boca a policías corruptos), ese monstruo se limitó a decir: «Que se muera de hambre el carcelero». Y de no haber sido por el empeño de los agentes de la Benemérita en buscarle, así habría acabado el secuestro, toda vez que el juez Garzón, al mando de la operación, se tragó las patrañas de los etarras y estuvo a punto de ordenar la retirada antes de tiempo.
Bolinaga fue condenado en 1998 a 32 años de cárcel por esa miserable acción y también por su participación en los asesinatos de tres miembros de ese Cuerpo que tanto y tan bien ha luchado contra los secuaces de ETA: Mario Leal Vaquero, Antonio López y Pedro Galmares. Tenía entonces 41 años y vivía con su madre a sueldo de la organización terrorista. No había hecho otra cosa en su vida que alimentar rencor y traducirlo en violencia. Ahora, a los cincuenta y cinco, sigue nutriéndose del mismo veneno que segrega la serpiente enroscada en el hacha. Nunca ha pedido perdón ni mostrado arrepentimiento. Su mirada es igual que la de Txapote o Henri Parot: la de un asesino múltiple tan consciente de sus actos como incapaz de sentir empatía con sus víctimas.
Bolinaga es un enfermo, y no sólo en el sentido moral de la expresión. Sufre un cáncer que, según el auto del juez de vigilancia penitenciaria, basado en los informes forenses, no está en fase terminal. Lo que significa que habría sido tan legal dejarle purgar unos meses más de prisión como abrirle las puertas a la libertad. ¿Por qué ha escogido el Gobierno esta segunda opción? Ésa es la pregunta a la que alguien debería contestar con argumentos más sólidos y creíbles que ese embuste según el cual no cabía otra opción. La había, y fue desechada.
Bolinaga sometió al Estado a un chantaje en toda regla al protagonizar este verano una huelga de hambre, acompañada de la correspondiente fanfarria mediática, que se saldó con la claudicación de Instituciones Penitenciarias al concederle el tercer grado y de ese modo hacer posible su excarcelación. ¿Por qué cedió Interior ante esta extorsión, como si no fuese ya suficientemente humillante la presencia en las instituciones de EH-Bildu, criatura concebida y apadrinada por gentuza como los etarras Rufino Etxeberría y Arnaldo Otegi? ¿Se trataba acaso de una prueba a la que los terroristas sometían al Ejecutivo, como cuando en otras negociaciones pusieron «un muerto sobre la mesa» para pulsar la determinación de su interlocutor a seguir adelante? ¿Fue una equivocación sin más, sostenida y no enmendada?
Isabel San Sebastián, ABC, 25/10/12