IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El malestar agrario es un fenómeno social con suficiente potencia para provocar un terremoto en la política europea

Más allá de que toda protesta, por razonable que sea, tiene un punto de inflexión a partir del cual los ciudadanos se cabrean con los manifestantes en vez de solidarizarse con su queja; más allá de que el Gobierno sanchista parece estar esperando un estallido de violencia para agitar el socorrido fantasma de la ultraderecha; más allá de todo eso, la revuelta agraria en España, Alemania o Francia es un fenómeno con suficiente potencia para provocar un terremoto en la política europea. No porque vaya a lograr anular la Agenda 2030 sino porque contiene un plausible componente de denuncia, cada vez más compartida, sobre la excesiva velocidad del proceso de transformación ecológica y energética. El campo, pese a las subvenciones de la PAC, se ha convertido en una de las principales víctimas de las prisas de Bruselas por imponer una descarbonización con demasiada urgencia y a costa de importantes estragos económicos y laborales en un sector amenazado de quiebra. En vísperas de elecciones al Europarlamento, la agitación del mundo rural reclama una reflexión seria tanto sobre la importancia de las pérdidas agrícolas y ganaderas como sobre su impacto en la futura correlación de fuerzas.

La hegemonía histórica de los partidos moderados, cuya coalición de hecho ha gobernado la UE desde hace mucho tiempo, empieza a correr riesgo. Existe entre los perdedores del Pacto Verde un creciente sentimiento de preterición ante una estrategia climática que arruina explotaciones, vacía comarcas, provoca desarraigo y genera desempleo. Las formaciones liberales y socialdemócratas, el eje del centro, están perdiendo influencia y crédito ante un populismo autoritario que les come el terreno. Y especialmente la derecha sufre el efecto de su tendencia al consenso, vista como una cesión o un complejo por muchos ciudadanos para quienes su modelo tradicional de vida está en juego. Suele suceder con este tipo de problemas que la gente busca por fuera del sistema las soluciones que no encuentra dentro.

Se verá en las urnas. En la política democrática no se pueden ignorar los estados de opinión pública ni imponer por las bravas medidas o métodos que a los votantes no les gustan. La irrupción del radicalismo siempre obedece al desamparo de algunos sectores sociales que no se sienten escuchados por unos agentes de representación acomodados en el convencionalismo de sus discursos endogámicos. Ha ocurrido con el descontrol de la inmigración y va a ocurrir con el sector primario, donde cunde ya una acusada impresión de agravio. Dejar esas causas a los extremistas es un enorme error que los partidos tradicionales acabarán pagando, y el propio proyecto de la Unión se va a resentir de falta de respaldo. No es tan difícil de entender: se trata sólo de ir más despacio, de no dejar a nadie descolgado para evitar que la transición medioambiental desemboque en un fracaso.