Jesús Cacho-Vozpópuli

Casi veinte años después de la publicación de “La France qui tombe”, el libro denuncia en el que en 2004 el ensayista Nicolas Baverez describía el desolador panorama de una Francia paralizada por la falta de crecimiento, el paro, el trabajo precario, las huelgas, los impuestos, la inmigración, la inseguridad, etc., etc., la Francia que camina por la tercera década del siglo no solo no ha resuelto ninguno de esos problemas sino que parece haberlos consolidado, cuando no agrandado. El panorama del país vecino, espejo en el que se mira toda Europa y por supuesto España, no puede ser más gris. “A Francia le va mal, los franceses ya no ven un horizonte, sólo el cielo oscuro de las crisis. El sentimiento de degradación, de retroceso, de colapso socava la sociedad. Desabastecimiento, inflación, desintegración de los servicios públicos… Los golpes y los males se multiplican, provocando un malestar creciente, un fuerte sentimiento de declive en la población”, escribía Angélica Negroni en Le Figaro el pasado 20 de enero. “¿Cómo, en efecto, podríamos haber imaginado que la mostaza llegaría a desaparecer de las tiendas, como el aceite, la pasta, el arroz, el paracetamol y otros productos de primera necesidad? El país sufre la falta de maestros, médicos y hasta enfermeras. Tras la pandemia y el inicio de la guerra de Ucrania se suceden los signos de desintegración. ¿Cómo, de nuevo, podríamos haber imaginado quedarnos sin electricidad [casi la mitad de sus 56 reactores nucleares parados por trabajos de mantenimiento] este invierno? Las ciudades cortan el alumbrado público por la noche y las empresas apagan la calefacción desde el jueves a última hora e imponen el teletrabajo a sus empleados hasta el martes. Si esto no es el fin del mundo, lo parece”.

Las protestas multitudinarias contra el proyecto de reforma de las pensiones han vuelto a ofrecer al mundo la imagen de una Francia absolutamente reacia a cualquier clase de cambio por necesario que parezca. Tras la primera gran manifestación del 19 de enero, más de un millón de personas volvió a echarse a la calle el pasado martes, y para este 7 de febrero se anuncia otra gran movilización que afectará al transporte, la educación, la sanidad, la energía, la administración, correos… Un nuevo pulso a Macron por parte de una intersindical para quien “nada justifica una reforma tan injusta y brutal. El Gobierno debe escuchar el rechazo masivo a este proyecto y retirarlo”. Cualquier anuncio de reforma que afecte al generosísimo Estado del bienestar galo (más de 80.000 millones en subvenciones durante el binomio 2020/21) provoca la furiosa reacción de una sociedad que sigue aferrada a la idea hedonista de pertenecer a un país rico pero que ha dejado de serlo, reacción encabezada por unos sindicatos a los que apenas están afiliados el 9% de los trabajadores. Razones demográficas y de sostenibilidad del sistema de reparto hacen imprescindible un nuevo ajuste en la reforma llevada a cabo en 2010 por Nicolas Sarkozy (pasó la edad de jubilación de 60 a 62 años) y que Emmanuel Macron ya intentó en su primera legislatura con estrepitoso fracaso.  

Cualquier anuncio de reforma que afecte al generosísimo Estado del bienestar galo provoca la furiosa reacción de una sociedad que sigue aferrada a la idea hedonista de pertenecer a un país rico pero que ha dejado de serlo»

La reforma de las pensiones estaba en el frontispicio de su victoriosa reelección como presidente el año pasado. Las legislativas posteriores, sin embargo, dañaron su poder de maniobra al perder la mayoría en la Asamblea. Con plomo en las alas, Macron ha propuesto una reforma modesta, renunciando de entrada al objetivo inicial de los 65 años, consistente en retrasar la edad de jubilación de los 62 a los 64 (67 en el caso de España a partir de 2027) a lo largo de un periodo de seis años. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que esos 64 son claramente insuficientes en el horizonte del 2030 y en un país donde el aumento de la esperanza de vida, junto al paralelo envejecimiento de la población (una cuarta parte de sus 68 millones de habitantes son ya jubilados) harán imprescindible volver a elevar el guarismo. Pues ni hablar. Eso es inaceptable para los franceses. Sucedió con Chirac, volvió a ocurrir con Sarkozy (a pesar del relativo éxito de 2010) y se repite ahora con Macron: los Gobiernos plantean las reformas, la gente se echa a la calle y, tras violentos altercados con la policía, terminan plegando velas y metiendo el proyecto en un cajón. Porque la vida sigue igual. C’est normal. La poderosa Francia de los bosques y ríos, la Francia nuclear, la Francia del gran lujo, es capaz de resistir cualquier desafío. O eso parecía, porque la Francia de hoy es un país gravemente enfermo.

La deuda exterior ha superado ya la barrera de los 3 billones o el equivalente al 115% de su PIB y se ha convertido en la tercera mayor del mundo tras la de EE.UU. y Japón, economías mucho más potentes. La deuda per cápita roza ya los 46.000 euros, frente a los 40.000 de Gran Bretaña, los 37.000 de Grecia o los 32.000 de España. El gasto público, el más alto de la OCDE, supera el 61% del PIB (51,6% en el caso de España, 47,8% Portugal, 42,3% EE.UU.); el déficit público ronda el 5% y el comercial rebasó ya los 100.000 millones y sigue aumentando. Sus inversiones en el exterior han caído drásticamente en los últimos años. En realidad, Francia ha dejado de pertenecer a la Europa rica del norte para integrarse de pleno derecho en el llamado “Club Med” de países del sur, víctimas de Gobiernos acostumbrados a gastar como si no hubiera un mañana, muy por encima de los bienes y servicios que produce. La vieja aspiración gala de coliderar la UE con la poderosa Alemania ha pasado a mejor vida, un sueño roto, como el sentimiento de  frustración provocado, en el país de Pasteur y Sanofi, por la incapacidad para desarrollar su propia vacuna anti Covid. Síntomas alarmantes de la decadencia de una nación.

La vieja aspiración gala de coliderar la UE con la poderosa Alemania ha pasado a mejor vida, un sueño roto, como el sentimiento de  frustración provocado, en el país de Pasteur y Sanofi, por la incapacidad para desarrollar su propia vacuna anti Covid»

En un proceso de desindustrialización acelerado, Francia ha perdido dos millones de puestos de trabajo en 20 años en la industria, que ha pasado a representar apenas el 10% del PNB frente al 20% de hace un par de décadas. Los fracasos se repiten en política exterior. Francia se ha visto obligada a abandonar Malí, donde ha sido sustituida por el pro ruso grupo Wagner. Como una humillación sintieron muchos franceses la abrupta cancelación (septiembre de 2021) del contrato suscrito con Australia para la construcción de 12 submarinos que ahora se harán en EE.UU y UK. Demasiadas afrentas en muy poco tiempo. “Nuestro país no acepta que ahora juegue en segunda división cuando todavía se precia de ser una gran potencia”, podía leerse hace escasas fechas en Libération. Sigue contando con infraestructuras excelentes, con algunas compañías de primer nivel, sigue comiendo bien y bebiendo mejor, pero Francia es un país que vive por encima de sus posibilidades, con una clase media, la pagana de esta aglomeración de crisis, que se está empobreciendo, como demuestra la abundancia de tiendas de descuento. Es el caso de la marca holandesa Action, que en 10 años ha pasado de 100 tiendas a las 700 que hoy tiene abiertas en todo el país, y cuyo éxito reside en vender, al margen de la alimentación, cientos de artículos a menos de un euro. Una población que se empobrece pero que se niega a prescindir de un sistema asistencial tan generoso como imposible de financiar sin el recurso a la deuda, con maquinistas de los SNCF que se jubilan con 52 años y con la pensión máxima. Una sociedad que sigue reclamando del Estado más y más ventajas y ayudas sociales. Un callejón sin salida.

Junto a la pérdida de pujanza económica se ha producido un paralelo deterioro del clima social. Empezando por la educación, la madre de todas las batallas, de la que generaciones de franceses se han sentido orgullosos, y siguiendo por los servicios públicos, con una Sanidad que no funciona y un transporte (el caos de los trenes de cercanías de París) que tampoco. Pleitear o simplemente reclamar algo ante la Administración se ha convertido en un asunto Kafkiano. Nadie contesta. Más grave que esa inoperancia es quizá el desapego de una mayoría de franceses de su clase política, la sensación de que la política ya no da respuesta, ya no es capaz de mejorar la vida de la gente. La derecha republicana se ha fragmentado y el PS ha sido engullido, insignificante, en la coalición de extrema izquierda de la Francia Insumisa que lidera un Melenchon dispuesto a quemar la calle y a reclamar la jubilación a los 60. En la extrema derecha reina Le Pen y tipos como Éric Zemmour, intelectuales conservadores que se resisten a aceptar el declive galo. No cabe mejor símbolo de la decadencia del país vecino que el cierre de la famosa ENA (École nationale d’administration), la escuela en la que, desde siempre, se ha educado la élite que ha servido en los altos cuerpos de la administración del Estado y la clase política.

No cabe mejor símbolo de la decadencia del país vecino que el cierre de la famosa ENA (École nationale d’administration), la escuela en la que, desde siempre, se ha educado la elite que ha servido en los altos cuerpos de la administración del Estado y la clase política»

La universidad ha caído víctima de la carcoma de las nuevas ideologías importadas de los campus norteamericanos, y buena parte de los jóvenes que salen de ella se inclinan por soluciones de izquierda plenas de voluntarismo. Una relativamente reciente encuesta nacional reveló que casi dos tercios de los preguntados dijeron tener una opinión «bastante mala» o «muy mala» del capitalismo. La solución, entonces, parece estar en acabar con los millonarios tipo Bernard Arnault, el hombre más rico del mundo, dueño del imperio del lujo LVMH, (epígono de nuestro Amancio Ortega, sobre quien la izquierda española vuelca toda su bilis), hacer pagar a “los ricos” los desfases del sistema para enmascarar la negativa radical de buena parte de la población a reformar su ineficiente y elefantiásico Estado del Bienestar. Cierto que las culpas están repartidas: “Existe la idea de que las reformas deben hacerse exclusivamente en detrimento de los trabajadores”, argumenta Dominique Méda, profesora de sociología en Paris Dauphine-PSL. “y esto sucede en medio del anuncio de reparto de enormes dividendos y el aumento disparatado de las fortunas de los multimillonarios, lo que lógicamente cabrea a la gente”. Hay, desde luego, una sensación general de cansancio, un agotamiento que impide pensar en el largo plazo. Lo ha definido bien el ex primer ministro Édouard Balladur, para quien “pocas veces ha atravesado Francia dificultades tan graves, ya sea en el ámbito económico, social, educativo, de seguridad o de inmigración. Es como si estuviéramos presenciando un colapso general”.

Parte del fiasco francés tiene que ver, como en tantas partes, como en España, con la depauperación de la política. “El derrumbe del nivel intelectual de la clase política es una amenaza para la democracia”, escribía Maxime Tandonnet en Le Figaro este 2 febrero. Es la sensación de fracaso que acompaña a Macron, esa cierta idea de vendedor de peines que queda de él tras sus brillantes discursos. Lo ha descrito el historiador y ensayista Jacques Julliard, para quien “Macron se ha mostrado incapaz, por falta de voluntad o quizás de talento, de ser el hombre de la reconstrucción nacional. Pero si no es De Gaulle, al menos podría haber sido Pompidou o Giscard”. Son muchos los que piensan que el inquilino del Elíseo terminará metiendo en el baúl su reforma. Al fin y al cabo, esta secuencia de hechos es ya una tradición francesa. De modo que las pensiones, as usual, se seguirán financiando con deuda, con más deuda. Así hasta que los mercados reparen un día en que ni este Gobierno ni sus sucesores van a ser capaces de emprender ningún tipo de reforma seria, por lo que esa deuda va a seguir creciendo hasta alcanzar límites insoportables. Ocurre que cuando los mercados pierden la fe en la clase política de un país, suceden cosas muy extrañas. Sucedió hace unos meses en Gran Bretaña, donde obligaron a dimitir a la primera ministra Liz Truss acorralada por el desplome de la libra, consecuencia de la incongruencia de su programa de expansión del gasto público con paralelo recorte de impuestos. De modo que puede que muchos franceses canten victoria el día en que su “pequeño Napo” retire la reforma, satisfechos de haber doblado de nuevo el pulso al Gobierno, pero ignorantes de que el colapso de su deuda pública, que será tan brutal como repentino, está quizás a la vuelta de la esquina. Las lecturas en clave española de esta moderna tragedia griega son más que obvias.