El Correo-MANUEL MONTERO

La radicalización política refleja la fragilidad ideológica de los dos principales partidos, que han abandonado las actitudes y posicionamientos que mantuvieron durante tres décadas

Desde que llegó la crisis del bipartidismo la política española muestra una peculiar aversión al centro y a la moderación. Primero fue el PSOE cuando le salió Podemos por la izquierda: corrió a pisarle la radicalidad, demostrarse la izquierda auténtica; en tal empeño sigue. El PP siguió plácidamente desde el punto de vista ideológico; la emergencia de Ciudadanos no le conmovió, limitándose a lanzarle indirectas displicentes. Pero ha sido llegar Vox y le ha entrado el nervio, escorándose hacia la derecha: que le disputasen por el centro no le motivaba, pero no concibe que pueda haber nada a su derecha, así que corre a ocuparla.

De pronto aquí repele la moderación y apasiona el lenguaje radical. Se reniega del sentido común y gusta el extremismo.

Esta radicalización política refleja la fragilidad ideológica de nuestros dos principales partidos, que han abandonado las actitudes y posicionamientos que mantuvieron durante tres décadas. Lo han hecho sin reflexiones públicas.

El PSOE no intentó sostener como un principio consistente, propio y definitorio el reformismo que se dijo socialdemócrata. Su carrera hacia la izquierda transmite la sensación de que aquella moderación era una adaptación a las circunstancias, una cesión algo vergonzante al principio de realidad.

Subyace la idea de que la izquierda viene a compartir una misma percepción, escala de valores y propuestas programáticas, sin más diferencias que su grado de radicalidad táctica. Todos se tienen por radicales, sin ceder en autenticidad a nadie. Ni socialistas, socialdemócratas, comunistas, populistas ni chanfainas: sólo izquierda.

El escoramiento del PP hacia su derecha parece seguir impulsos parecidos. Las familias ideológicas – liberales, conservadores, democristianos–, que aquí nunca han tenido mucho predicamento, se desvanecen para ser sustituidas por propuestas de aire reaccionario y pretensión de contundencia, que muestren los tics antinacionalistas por los que se niegan en el Senado a las transferencias autonómicas.

Al PP le sucede una circunstancia peculiar, que tiene que ver con la interpretación de su reciente historia. Atribuyen a la moderación de Rajoy la pérdida del poder –al parecer, las corruptelas les preocupan menos– y echan mano de la radicalidad de Aznar, idealizado como el gran conductor de la derecha, el que cubría todo el espectro. Su trayectoria no justifica tal mimetismo. Aznar obtuvo la mayoría absoluta en 2000, tras su legislatura moderada, cuando hablaba catalán en la intimidad. Después optó por radicalizarse y sus apoyos comenzaron a menguar, al margen de que la derrota del PP en 2004 la precipitase su deficiente gestión de los atentados del 11-M.

Los dos principales partidos se demuestran incapaces de sostener posiciones centradas. Constituye una tara preocupante, que agudiza las tensiones. A Ciudadanos le tocaría ocupar el espacio que abandonan derecha e izquierda, pero se mete en innecesarias trifulcas de líneas rojas e incompatibilidades, comprensibles para la cuestión catalana, en la que las medias tintas pintan mal, pero no como carta de presentación nacional.

Hemos abandonado los comportamientos tradicionales, cuando era habitual que los partidos luchasen sobre todo por conquistar el centro del espectro político. En tiempos, la disputa política entre el PP y el PSOE residía esencialmente en hacerse con los votantes –cientos de miles, quizás millones– capaces de oscilar entre unos y otros. Así, el sistema político español tendía hacia la moderación. Por definición. Por entonces se pensaba que quienes deciden las elecciones y dan el poder no eran los socialistas de toda la vida, ni la derecha esencialista, sino los grupos no afincados en posiciones ideológicas a ultranza, los que optan según oscila la coyuntura. Ahora ya no: la izquierda frente a la derecha, todos afirmándose en las rudezas doctrinales.

En la lógica del sistema democrático, los partidos suelen luchar por los espacios intermedios. Por las amplias capas que se mueven no en virtud de apriorismos ideológicos, sino por los efectos que para ellos tendrá la política que les propongan. Es el principio que hemos abandonado.

El sistema de partidos español era centrípeto. Los políticos luchaban por los lugares centrales. Es verdad que solían desplegar toda su parafernalia –banderas, símbolos, algún latiguillo de consumo interno–, para mantener las señas de identidad de cara a la parroquia. Pero lo fundamental del discurso se dirigía a convencer a los que en las encuestas no saben/no contestan, los grupos intermedios que viven a verlas venir, prestos a irse con unos u otros según les vaya en la feria. Estos principios han saltado por los aires. Da la impresión de que nuestros políticos no se imaginan que existan espacios entre izquierda y derecha o entre nacionalismo a ultranza y antinacionalismo radical. Pensarán que cada cual nace en una tribu o en otra y que, por ello, la moderación está mal vista. Como en los actuales conceptos, algo pueriles, no existe ningún ámbito ideológico intermedio, huyen de posiciones centradas, de la moderación, como de la peste.

Y, así, nuestro sistema político se desplaza vertiginosamente hacia el extremismo. Casado se siente encarnación del Aznar radical y se lanza por la vía del insulto, táctica que sólo suele gustar a los convencidos e inquiera al ciudadano. PSOE y compañía basan sus arengas en el «que viene la derecha», a la que hay que frenar.

Nuestro sistema de partidos se ha convertido en centrífugo y amenaza con centrifugarnos.