Es una lacra intelectual con hondas raíces en la cultura occidental. Mientras las sociedades más sólidas cuentan con resistencias claras a la imposición forzosa del mínimo denominador común, otras más débiles -claramente la nuestra- se revelan inermes ante la ofensiva del igualitarismo que quiere convertirnos en una granja de experimentación avícola.
Esta reflexión podría llamarse también «el éxito y la justicia de la desigualdad», si me dejan proponerles otro título que a tantos parecerá aún más provocador. Se lo parece a casi todo el mundo, ya que, salvo una minoría de irredentos, todo el espectro político ha asumido casi por igual la sacralidad incuestionable de la igualdad entre los individuos y las culturas. A quienes discuten esta religión del igualitarismo -con todos sus muchos dogmas- lo convierten directamente en paria o enemigo del bien, nada menos. Y cualquier medio es bueno para combatirlo. El fin del igualitarismo es tan sagrado que todos los medios contra los herejes gozan automáticamente de justificación y eximente plena. Esto no es nuevo. La pérdida de la libertad a través de la dictadura de la igualdad preocupaba ya a Tocqueville. Pero ya sabemos que éste era un puñetero aristócrata francés que merece estar más olvidado aún que Montesquieu, aquel maniático defensor de la separación de poderes.¡Cuántas veces se ha hecho ya a lo largo de la historia! Acabar con la libertad en nombre de la igualdad. Volvemos a las andadas. Es una lacra intelectual con hondas raíces en la cultura occidental. Pero mientras las sociedades más sólidas cuentan con resistencias claras a esta imposición forzosa del mínimo denominador común, otras más débiles -claramente la nuestra- se revelan inermes ante la ofensiva de este igualitarismo que quiere convertir nuestra sociedad en una inmensa granja de experimentación avícola. En la que recortar las alas a todas las aves de la fauna para que tengan el vuelo de las gallinas.
Y después convencerlas de que todas son aves de corral. Pocos lo explican mejor que el filósofo alemán Norbert Bolz en su gran libro titulado «El discurso de la desigualdad» (edit. Wilhelm Fink, Munich) que ha pasado desapercibido a las editoriales españolas. Quizás alguna se haya despistado a propósito porque parece un tratado sobre el origen de la miseria moral, intelectual y política de la España de Zapatero. Tampoco se ha traducido el éxito de ventas del escritor judío-polaco-alemán-austriaco, Henryk M. Broder, con su explícito título «Hurra, nos rendimos». Ni su último libro «Crítica de la tolerancia pura» (edit. Panteon, Berlín). En este principio de siglo nos caracterizan paradójicamente la igualdad impuesta y la tolerancia total. Esa tolerancia que, como dice Broder, no hace sino aumentar la osadía y la falta de escrúpulos de los enemigos de nuestra sociedad. Esa tolerancia que parte de la equiparación de todos los sistemas de vida, buenos, peores y fatales. Y que siempre es una cesión unidireccional, hacia los peores, hacia delincuentes, fanáticos y terroristas. «Esa tolerancia, dice Broder, que pacta con los agresores contra las víctimas». ¿Les recuerda a los españoles algo todo esto? ¿Quizás al pacto del Gobierno del PSOE con ETA? ¿Al caso Faisán? ¿A la simpatía hacía el terrorismo islamista que siempre asoma la patita tras los comentarios y análisis del izquierdismo español? ¿A su antisemitismo patológico?
Todo parte del secuestro del principio de que todos los seres humanos nacemos iguales en derechos ante la ley -fundamento de la democracia y la sociedad libre que nadie discute-. Nacemos iguales ante la ley y lo somos. Pero eso es todo. Lo cierto es que todos nacemos distintos. Y que las diferencias entre los individuos no dejan de aumentar con el tiempo, según las circunstancias, el talento y la biografía. En este sentido, Bolz y Broder nos advierten ambos sobre la profunda injusticia y las terribles consecuencias que tiene esa imposición del pensamiento débil que considera que debemos ser forzados a la igualdad por el bien de una sociedad supuestamente homogénea y sentimentalmente satisfecha con los dogmas de la religión del igualitarismo. Y que todas las culturas -civilizaciones las llama Zapatero- son iguales y merecen igual trato. Del mismo modo que no pueden ser tratados de igual forma un niño que obedece a sus padres y otro que los pega, ni un delincuente habitual y un ciudadano honrado, ni un trabajador esmerado y cumplidor y otro haragán y traicionero. Ni un héroe y un traidor. Ni puede equipararse a la cultura democrática occidental, que surge de la idea cristiana de que toda vida humana es un valor supremo, con las culturas medievales en las que el individuo no vale nada. Y no busca la felicidad del mismo sino imponer por la fuerza y la muerte sus designios fanáticos. ¡Ay, la tolerancia esa! ¡Ay de esa idea de la igualdad! Es la misma hipocresía que subyace a la promesa zapateril de que «de la crisis saldremos todos juntos». Como si todos fuéramos o estuviéramos igual en la crisis.
Como la igualdad es imposible sólo se puede simular con la mentira. Después se sorprenden muchos bienpensantes que surjan movimientos y líderes que aprovechen la rabia popular ante la sangrante injusticia que es la imposición de la tolerancia ante lo intolerable. Y se sorprenderán cuando ese acatamiento del dogma haga volcarse al péndulo hacia posiciones radicales de otro tipo. Esa política del pensamiento débil y dócil conlleva tanto peligro en su aplicación como en la reacción que puede provocar. Ironía es que esta política de la tolerancia sólo se puede imponer mutilando la libertad. Amedrentando a quienes se rebelan contra el bombardeo ideológico y sentimental del poder y la mayoría de los medios de comunicación. Es el páramo de la docilidad. Por convicción, dependencia o miedo a la hegemonía cultural y política del «Gutmensch», del buenismo. Y por miedo a ser castigado por destacar. No recuerdo si fue Schiller, Goethe o Lenz -alguno del «Sturm und Drang»- quien exclamó que no hay mayor envidioso que el que se cree igual a todos. Y la envidia genera odio hacia quienes no quieren ser iguales. La igualdad se convierte así en la peor amenaza para la libertad. De los individuos y de las sociedades.
La sociedad que obliga a sus miembros desde la infancia a adaptarse al nivel del peor es una sociedad abocada al fracaso. Porque estrangula la formación de elites y así la movilización de la sociedad en el progreso real. Que está en la creación de riqueza y mayores posibilidades para cada vez mayor número de individuos. No en la repartición de las existencias confiscadas por el Estado para comprar voluntades y obediencia. No hay mecanismo eficaz de progreso sino el reconocimiento de la justicia de la desigualdad y la voluntad de los individuos y colectivos de superarse y superar a los competidores. «El proceso de civilización depende de que cada uno pueda utilizar libremente las circunstancias que la vida le otorga» dice Bolz. El ser humano tiene el derecho inalienable a buscar la felicidad, dice la Constitución americana. Nadie tiene derecho a impedírselo igualándolo por la fuerza a quién fracasa en ello. Es la cultura de la excelencia y la competencia. De la emulación y ejemplaridad. La que hizo de las sociedades occidentales las más ricas, pacíficas, abiertas y compasivas de la historia.
Ahora volvemos a estar en manos de experimentadores sociales. Que necesitan que olvidemos principios y valores, nuestra identidad. Bolz y Broder hacen la llamada de atención más lúcida habida en años sobre las consecuencias de un pensamiento único que reprime el debate en todos los problemas reales. Con éste, la selección negativa -tan evidente en la clase política española- está asegurada. Los nuevos dogmas serán triste consuelo para una sociedad postrada moralmente. Es el fruto de esa corrección política que dicta que la verdad es relativa, la libertad un valor secundario y la palabra un instrumento al servicio de la política. Que combate implacablemente a sus enemigos. Por todos los medios a su alcance, las leyes, los aparatos del Estado, la intimidación y, por supuesto la mentira. Y llegado el caso, no lo dudo, por cualquier otro.
Hermann Tertsch, ABC, 8/1/2010