- La unidad y la firmeza de todos los integrantes de la OTAN ha de mostrar a Putin que, si comete un exceso intolerable, el precio que pagará será demoledor
La detección por los satélites espía de un convoy ferroviario ruso susceptible de transportar armas nucleares circulando a marcha lenta hacia Ucrania ha encendido las luces de alarma no sólo en el invadido país eslavo, sino en todos sus aliados de ambos lados del Atlántico. Por primera vez desde la crisis de los misiles de Cuba hace ya sesenta años, los estados mayores de los ejércitos y los gobiernos occidentales están considerando seriamente la posibilidad de que una potencia nuclear recurra a este medio de destrucción masiva como instrumento bélico. Aunque desde una perspectiva racional semejante eventualidad parece inverosímil, lo cierto es que Vladimir Putin ha empezado a esgrimir de manera inquietante una retórica que contempla un escenario de este tipo. Más allá de las declaraciones y bravatas del inquilino del Kremlin, existen factores objetivos que apuntan a una acción extrema de esta naturaleza por parte de Rusia. El plan inicial de Moscú de una incursión relámpago en territorio ucraniano – la “operación militar especial” – para eliminar o poner en fuga a Zelensky y reemplazarlo por un títere, seguida de un triunfal desfile de la victoria en Kiev con las tropas invasoras vestidas con uniforme de gala se ha esfumado debido a la feroz resistencia del agredido y al apoyo logístico y financiero masivo de la OTAN a Ucrania. Rusia se encuentra empantanada en una confrontación que la humilla, que difícilmente podrá sostener mucho tiempo por su elevado coste, que estimula la agitación interna, que le inflige centenares de bajas diarias y que pone en riesgo la permanencia en el poder de la oligarquía encabezada por su primer mandatario.
En este contexto insostenible, la tentación de recurrir al empleo de armas nucleares tácticas para aterrorizar a Europa, someter a Ucrania y zanjar la guerra mediante un zarpazo demoledor y definitivo no cabe duda de que ronda por la mente de los estrategas rusos. Al fin y al cabo, la débil reacción europea y norteamericana tras la anexión de Crimea y la vergonzosa salida de Afganistán son precedentes que pueden llevar a Putin y a su equipo a pensar que vale la pena pegar un puñetazo sobre la mesa lo suficientemente fuerte y osado como para paralizar a sus enemigos y ponerlos de rodillas. Aunque los analistas occidentales juegan con la idea de que no es lo mismo un misil balístico estratégico de decenas de megatones lanzado contra Washington, Nueva York o Bruselas que una bomba táctica de unos pocos kilotones que destruya un contingente militar o una infraestructura vital ucranianos, hay que tener presente que los artefactos que arrasaron Hiroshima y Nagasaki tenían esta potencia “pequeña” y causaron centenares de miles de víctimas además de contaminar un amplio territorio durante largos años. La mera imaginación del desastre que provocaría tal contingencia en un continente tan densamente poblado como es Europa, produce escalofríos.
Tampoco es descartable que el pueblo ruso se alzase contra un régimen autoritario que le pusiese en peligro de completa extinción si la escalada nuclear se descontrolase a nivel planetario
Existen, por otra parte, razones poderosas para disuadir a Putin, sus generales y su corte de cleptócratas de recurrir al martillo atómico. Una barbaridad de este calibre soliviantaría a su principal amigo, China, cuyo proyecto a largo plazo de hegemonía comercial, financiera y tecnológica global es incompatible con un Armagedón nuclear y convertiría a Rusia en un estado paria condenado al ostracismo internacional. Además, el principal objetivo de los oligarcas que saquean Rusia es gozar de su riqueza en paz y la inestabilidad extrema en la que se sumiría el mundo en caso de un ataque nuclear ruso respondido por la OTAN con represalias abrumadoras, aunque se limitasen a armas convencionales, les impediría disfrutar de la vida de lujos y placeres que tanto les satisface. Una gran fortuna cuando estás encerrado en un búnker no ofrece demasiado atractivo. Tampoco es descartable que el pueblo ruso se alzase contra un régimen autoritario que le pusiese en peligro de completa extinción si la escalada nuclear se descontrolase a nivel planetario. Por tanto, los pros igualan a los contras a la hora de decidir si vale la pena jugar la carta nuclear para salir con éxito del embrollo ucraniano.
Prohibición de armas nucleares
La pregunta que surge en estas azarosas circunstancias es cuál debe ser el planteamiento de las democracias occidentales frente a una agresividad rusa llevada hasta tal límite. Es obvio que la unidad y la firmeza de la posición de todos los integrantes de la OTAN y de la Unión Europea han de mostrar a Putin que si comete un exceso intolerable el precio que pagará será demoledor para él. Otro recurso válido para frenar cualquier acto demente de Rusia es la rápida ampliación a cuantos más estados mejor de los Tratados de No Proliferación y de Prohibición de Armas Nucleares con el fin de aislar al eventual atacante. El primero ha sido firmado por 191 países y el segundo, mucho más reciente, por 91. Conviene destacar que entre ambos existe una diferencia significativa. Mientras el primero prohíbe la posesión de armas nucleares y su utilización, el segundo proscribe también el recurso a la amenaza de emplearlas, que es exactamente lo que Rusia está haciendo actualmente. Por tanto, es necesaria una intensa labor diplomática para que el tratado de Prohibición consiga lo antes posible tantas adhesiones como tiene ya el de No Proliferación.
El gran biólogo francés Jean Rostand dijo que “la ciencia nos ha hecho dioses antes de merecer ser hombres” y en el caso de Putin todo indica que el prepotente cuasi dictador se ha deshumanizado para encarnarse en una deidad destructiva y maligna. Otra lúcida a la vez que terrible observación de Rostand fue que no podemos pensar que algo no sucederá porque sería demasiado horrible que acaeciese. Lo horrible, incluso lo más abominable, puede presentarse muy a nuestro pesar como la Historia nos ha demostrado sobradamente y la mejor forma de superarlo es admitir que es real y prepararnos debidamente, física y espiritualmente, para su sobrecogedora irrupción.