La experiencia en España y Reino Unido ha confirmado cuán escaso es el tiempo que transcurre desde la planificación de atentados yihadistas hasta su ejecución. La inteligencia preventiva es ya una de las prioridades del antiterrorismo, motivando acciones policiales cuya premura dificulta la acumulación de pruebas suficientes para la incriminación de los sospechosos.
Acaban de cumplirse cuatro años de aquel 7 de julio en el que cuatro terroristas se inmolaron en Londres asesinando a 52 personas e hiriendo a centenares. A las 8.50 de la mañana de aquel 7-J, tres explosiones destrozaron otras tantas estaciones del metro de la ciudad. Una hora más tarde, un cuarto terrorista se suicidaba en un autobús tras haberlo intentado en el metro. Un año después de la matanza del 11-M, el terrorismo yihadista golpeaba a otra democracia europea. Madrid mostró el rostro de una violencia inspirada en una interpretación fundamentalista del Islam que se reproduciría en Londres un año después: atentados indiscriminados y simultáneos contra redes de transporte de la capital durante la hora punta buscando una elevada letalidad. Aunque los terroristas del 7-J recurrieron al suicidio, el 11-M pospusieron esa decisión porque deseaban continuar atentando. Las cartas escritas por algunos de ellos demostrarían que no renunciaban a quitarse su propia vida, como finalmente hicieron cuando lo entendieron oportuno tácticamente al verse rodeados por la policía en Leganés.
España y el Reino Unido se convirtieron en blanco de un terrorismo que ha pasado a definir sus políticas antiterroristas y que todavía hoy identifica a ambos países como objetivo preferente. Las similitudes entre el 11-M y el 7-J también se observan en algunas reacciones y acontecimientos posteriores a tan brutales atentados, aunque carezca de parangón la irresponsable manipulación de algunos medios de comunicación españoles suscitando infundadas sospechas sobre la masacre de Madrid. Mientras en nuestro país todavía se cuestiona desde ciertos medios la versión oficial del 11-M a pesar de la sólida investigación policial y judicial realizada, algunos familiares de víctimas del 7-J siguen reclamando una investigación independiente sobre los hechos. Así es aunque en 2006 el Parlamento británico hizo públicos exhaustivos informes en los que se aportaban importantes claves de lo ocurrido aquel día. En mayo de 2009 el Comité de Inteligencia y Seguridad británico publicaba otra investigación en la que se exoneraba a la policía de las acusaciones que sobre ella se lanzaron por su actuación antes del atentado.
Al igual que ocurrió con el 11-M, algunos de los responsables de los atentados habían sido investigados por su relación con redes terroristas activas antes del 7-J. Mohammed Sidique Khan y Shehzad Tanweer, dos de los suicidas británicos, aparecieron tangencialmente en investigaciones antiterroristas año y medio antes de los atentados de 2005. En 2001, Khan había sido filmado por la policía en un campo de entrenamiento dirigido por dos destacados extremistas. La ausencia de una efectiva coordinación entre los servicios de inteligencia y la policía evitó que las informaciones que sobre estos terroristas iban surgiendo desembocasen en su consideración como el riesgo que finalmente constituyeron. Al mismo tiempo, la limitación de recursos materiales y humanos impidió que fueran investigados todos y cada uno de los potenciales sospechosos. Como resumió un responsable de la inteligencia británica «los servicios de seguridad nunca tendrán la capacidad de investigar a todos los que aparecen en la periferia de otras operaciones». Similares problemas se evidenciaron también con el 11-M.
Si bien el incremento de las capacidades de inteligencia y la mejora de la coordinación han sido notables tras los atentados de Madrid y Londres, conviene tener presentes aquellos precedentes. El paso del tiempo puede provocar un distanciamiento con la realidad que la amenaza terrorista todavía comporta, subestimándose el riesgo que el terrorismo yihadista aún representa para Europa. Debe recordarse que en estos años una decena de atentados han sido frustrados en España y Reino Unido como consecuencia de exitosas operaciones policiales. Sin embargo, algunas de estas acciones antiterroristas han sido criticadas porque no concluyeron con procesamientos y condenas o porque culminaron en absoluciones por parte de instancias judiciales superiores. Este aparente desequilibrio induce a equívocos sobre la eficacia de operaciones absolutamente necesarias frente a una expresión terrorista cuyos rasgos diferenciales respecto de otros tipos de terrorismo plantean importantes retos.
La experiencia en España y Reino Unido ha confirmado cuán escaso es el tiempo que transcurre desde la planificación de atentados yihadistas hasta su ejecución. Esta circunstancia limita sobremanera el margen de actuación de las fuerzas de seguridad, exigiendo un mayor enfoque preventivo que neutralice la materialización de atentados altamente letales e indiscriminados. Los antecedentes referidos no son los únicos que revelan cómo las relaciones aparentemente inocuas que se establecen entre individuos dentro de entornos radicales a menudo devienen en peligrosas conexiones: El 21 de julio de 2005 seis terroristas intentaron repetir la masacre del 7-J sin que llegaran a estallar las bombas que pretendían detonar en el metro londinense. Unos meses antes cinco de los terroristas también habían sigo vigilados por la Policía británica.
En este contexto la recolección de inteligencia preventiva se ha convertido en una de las prioridades del repertorio antiterrorista español y británico, motivando acciones policiales cuya premura ha dificultado a veces la acumulación de pruebas suficientes para que una vez judicializadas permitiesen la incriminación de los sospechosos. No obstante, la prevención de posibles asesinatos masivos ha de considerarse un éxito, requiriéndose por ello una correcta definición de los criterios que deben regir la valoración de intervenciones policiales cuyo objetivo fundamental es salvar vidas.
Tan necesaria labor policial de tipo preventivo debería verse reforzada con actuaciones en el ámbito judicial que complementasen la estrategia frente a esta modalidad terrorista. Sigue resultando fundamental que algunos magistrados comprendan mejor la complejidad que plantea la respuesta al terrorismo yihadista y la necesidad de adoptar mecanismos interpretativos menos rígidos de los que tradicionalmente han sostenido frente a otras tipologías terroristas. Merecen por ello especial estímulo las propuestas para incluir nuevos tipos penales que eviten situaciones como la absolución por parte del Tribunal Supremo de 15 de los 20 condenados por la Audiencia Nacional en la Operación Nova.
También parece pertinente evaluar modelos aplicados en otros países en los que la carga de la prueba tiende a invertirse ante la dificultad de recabar determinada inteligencia que garantice procesamientos en causas de considerable dificultad. La formación de la convicción del tribunal mediante la prueba de indicios es un recurso razonable que se utiliza con normalidad en otros ámbitos y que parece especialmente apto para este tipo de criminalidad que tanto descansa en la acumulación de inteligencia preventiva. Debe subrayarse la complejidad de investigar a activistas que utilizan distintos códigos culturales e idiomas, sistemas encriptados, y que actúan en distintos lugares del mundo, explotando la ausencia de uniformes criterios legales y las trabas que surgen de la mera corroboración de datos en dichas circunstancias. En esas condiciones, la expulsión de personas que suponen una amenaza para la seguridad nacional es otro de los recursos legales que podría utilizarse con mayor profusión si fuera preciso, tal y como ocurre en Reino Unido.
Ante la incesante actividad de las redes yihadistas, cuatro años después de que este terrorismo causara un inmenso dolor en Londres, debemos recordarlo para seguir alerta frente a un fanatismo que mantiene su voluntad de atentar.
(Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos)
Rogelio Alonso, ABC, 8/7/2009