Rob Riemen.ABC
- Vemos el retorno de un espíritu oscuro que Ortega y Gasset detectó hace un siglo: el espíritu del totalitarismo que envenena nuestra democracia a través del auge de los autoritarios demagogos y la política del odio
Hace apenas tres décadas, cuando Occidente celebraba el «fin de la historia» con el final de la Guerra Fría, esta era la idea para el futuro de la humanidad: el capitalismo y la democracia liberal triunfarían pronto en todo el mundo. La estabilidad de un nuevo orden mundial sin guerras estaría garantizada por el ‘poder duro’ militar de Estados Unidos y el ‘poder blando’ político de las naciones europeas participantes. Se produciría un avance imparable hacia la universalidad de los valores de la Ilustración, como el poder de la razón, la bondad natural del ser humano, la necesidad de tolerancia, el derecho a la libertad individual y a la expresión de las ideas. En esta nueva era, los valores políticos, sociales y económicos progresistas prevalecerían sobre los valores espirituales conservadores, y la omnipotencia de la ciencia y la tecnología renovaría nuestra fe en el progreso. A los miembros de la élite financiera se les ensalzaría como héroes de la sociedad, porque los ricos harían a todos más ricos. En el mundo entero surgirían los mismos paraísos del consumo, y todos tendríamos derecho a tener un montón de dinero, mucho placer y felicidad. Si todavía quedara algo de malestar social, se podría resolver con todavía más prosperidad y entretenimiento. Esa era la idea.
Esta es la realidad: las guerras no han cesado. Estados Unidos, antaño el buque insignia de la democracia liberal, tiene cada vez más las características de Babilonia, una gran potencia en decadencia. Tanto en Latinoamérica, como en Estados Unidos o Europa vemos el retorno de un espíritu oscuro que Ortega y Gasset detectó hace un siglo: el espíritu del totalitarismo que envenena nuestra democracia a través del auge de los autoritarios demagogos, la política del odio, el resentimiento, la mentira, el miedo, la xenofobia y los chivos expiatorios, el aumento de la violencia y la intolerancia. La mentalidad totalitaria de la cultura de la cancelación de hoy, más la propaganda impulsada por algoritmos, las conspiraciones y la estupidez organizada por los medios sociales no son más que los nuevos aliños de la mentalidad totalitarista clásica.
En sus memorias sobre la guerra civil española, ‘Homenaje a Cataluña’, George Orwell escribía: «Sabía que había una guerra, pero no tenía ni idea de qué tipo de guerra. Si me hubieran preguntado por qué me había alistado en la milicia, debería haber respondido: »Para luchar contra el fascismo«, y si me hubieran preguntado por qué luchaba, debería haber respondido: »Decencia común«.
La pérdida de la decencia común y con ella la pérdida del derecho de todo ser humano a vivir su vida en libertad, con dignidad y en solidaridad con sus semejantes; eso es lo que implica el retorno del totalitarismo. La situación actual de la sociedad occidental se resume mejor en estos famosos versos del poema de W.B. Yeats ‘El segundo advenimiento’, escrito en 1919, justo después de la Primera Guerra Mundial: «Todo se desmorona; el centro cede;/ la anarquía pura se abate sobre el mundo,/ se desata la marea ensangrentada, y por doquier/ se anega el ritual de la inocencia;/ los mejores carecen de convicción, mientras que los peores/ rebosan de febril intensidad».
Una sabia mujer, la historiadora estadounidense Barbara Tuchman, no se habría sorprendido de nuestra situación y, aunque murió antes del final de la Guerra Fría, habría considerado que la tesis de ‘El fin de la historia’ era un sueño imposible. En 1984, cinco años antes de morir, mirando en el espejo de la historia, dedicó un libro al fenómeno, titulado ‘La marcha de la locura’. Las preguntas que plantea son: ¿por qué la estupidez domina tan a menudo y en todas partes? ¿Por qué no la razón? ¿Y por qué la inteligencia no ofrece garantía alguna contra la estupidez o la malevolencia? Si los individuos se comportan estúpidamente, eso es principalmente un problema para ellos. Pero ¿qué ocurre cuando la estupidez va de la mano del poder político?
Un problema que Tuchman identifica en el funcionamiento de la democracia es que las personas que han adquirido una posición de poder tras ser elegidas dedican más tiempo y dinero a conservar su poder que a políticas que beneficien al pueblo. De ahí su conclusión de que: «conscientes del poder controlador de la ambición, la corrupción y la emoción, es posible que al buscar un gobierno más sabio debamos fijarnos primero en la prueba del carácter».
Sin embargo, consciente de que en una sociedad democrática el pueblo determina quién debe gobernarlo, añade con un profundo suspiro: «el problema puede no ser tanto una cuestión de educar a los funcionarios para gobernar como de educar al electorado para que reconozca y recompense el carácter íntegro y rechace los sucedáneos».
El argumento de Thomas Mann en su conferencia ‘La próxima victoria de la democracia’ (1938) era que la ‘educación’ es, en efecto, la base del renacimiento de una verdadera democracia liberal. En esta conferencia reivindica ante todo el ‘significado original’ de la idea de democracia, que es: «aquella forma de gobierno y de sociedad que se inspira, por encima de cualquier otra, en el sentimiento y la conciencia de la dignidad del hombre». Son palabras mayores y Mann era muy consciente de lo mezquina que puede llegar a ser la gente con su egoísmo, crueldad, cobardía y estupidez. Precisamente por esa razón nunca debemos olvidar que «lo grande y honorable en el hombre se manifiesta como arte y ciencia, pasión por la verdad, creación y belleza y la idea de justicia». Estas son las cosas que una democracia, una verdadera democracia, cultivará, porque la democracia es la forma de gobierno que pretende elevar a los seres humanos por encima de nuestra naturaleza animal, redimirnos de nuestros peores instintos, ignorancia y prejuicios, para permitirnos pensar y ser libres. Por tanto, el objetivo de la democracia es la educación, una educación en el arte de ser humano, una ‘educación liberal’.
Habiendo subordinado nuestra política y nuestra educación al racionalismo tecnocrático, al utilitarismo y al mercantilismo cultural imperantes, ¿dónde encontrar esta educación liberal? ¿Cómo detener la marcha de la locura y el declive de nuestra democracia hacia el retorno del totalitarismo?
‘Torniamo all’antico: sarà un progresso’ (volvamos a lo antiguo, será un progreso) es una famosa frase de Giuseppe Verdi. Su llamada no era un anhelo de nostalgia o conservadurismo, sino un apremiante llamamiento a estudiar y educarnos en los clásicos. ¿Por qué? Porque leer y estudiar a los clásicos de las artes, la filosofía, la ciencia y la religión nos ayudará a hacer nuestra una educación liberal, cuya esencia ha sido resumida por el filósofo romano Cicerón con las palabras ‘cultura animi, philosophia est’ (el cultivo del alma es la búsqueda de la sabiduría). Una búsqueda que, según Sócrates, comienza con un examen de conciencia, haciéndonos preguntas esenciales para adquirir comprensión y sentido, para aprender a pensar y para sentirnos a gusto en el mundo de las artes, ya que estas hablan el lenguaje del corazón humano.
«Simplemente mejórate a ti mismo. Eso es lo mejor que puedes hacer para mejorar el mundo», dijo Wittgenstein en una ocasión. O como sabían los estoicos: una gota de vino puede teñir el océano…