Manuel Montero-El Correo

  • El recuerdo del terror y de las víctimas, imprescindible en una sociedad que no quiera ser enferma crónica, no ha sido asumido como prioridad pública y política

El recuerdo de ETA y de su brutal impacto en nuestro pasado y en la formación del País Vasco actual sigue caminos peculiares. Sobrevive la fascinación de sus seguidores por el terrorismo. No pierden ocasión de enaltecerlo y homenajearlo. No es una especie de pasatiempo histórico o el mero deseo de recordar a los suyos: pretende que el sistema político que se construya en el País Vasco -la tarea no la han dado por concluida, sino que buscan superar la democracia; es decir, menoscabarla salvo en el nombre- se base en su memoria, de modo que el germen de la Euskadi futura sea el acoso terrorista, no llamado así, sobre sus enemigos.

La principal seña de identidad de tales enemigos sería haber sido atacados por ETA, conforme al siguiente silogismo tautológico: ETA combatía a los enemigos del pueblo vasco, luego son enemigos del pueblo vasco aquellos a los que ETA atacaba. La elevación de este criterio garbancero a categoría informadora del sistema político posdemocrático robustecería indefinidamente la capacidad discriminadora del poder, autorizando, en virtud de su historia germinal, a distinguir entre vascos buenos y vascos malos, incluso entre vascos y no vascos, pudiendo atribuir arbitrariamente tales distinciones y llevando sus consecuencias en el trato político hasta sus últimas implicaciones. Dicho de otra forma: ¿cómo podría ser funcionario vasco aquel que no cree en las virtudes de la lucha armada? La pregunta corresponde a una distopía fantasiosa, pero resulta imprescindible estar al quite incluso en el País Vasco del bienestar, pues nada está dicho definitivamente.

Resulta obvio que, aunque el poder político actual no comparte el planteamiento anterior, propio de la izquierda abertzale, e incluso discrepa de él, su actitud sobre el recuerdo del pasado terrorista es mayormente de inhibición. Su rechazo a las apologías terroristas es remilgado, sin una actuación mediática y educativa que condene taxativamente lo que fue la caza del hombre y el imperio social de la violencia. Opta por la amnesia, por hacer como si ese pasado nunca hubiese existido, pero se olvida combatir el recuerdo apologético de terror, que sigue informando a un sector de la sociedad vasca, pues se ha transmitido generacionalmente la fascinación por la violencia y las creencias en esa parahistoria. Eso, para los de la cuerda. Para los demás queda la imagen de que hubo mucho lío, que mejor olvidar, aunque con la sospecha de que todo fue por la agresión de España.

¿Lo importante es lograr la amnesia? Sería el gran fracaso de nuestra época: nada alienta más la negación de la democracia que ver a quienes la combaten salirse con la suya. Terminan riéndose en público de la sociedad, no solo en las herriko tabernas y en sus txosnas, territorio liberado.

El recurso a la amnesia es, entre nosotros, puro escapismo. Imaginar que siempre fuimos felices. ¿Las víctimas? En el fondo, subyace la impresión de que algo habrían hecho y la idea de que mejor estarían calladas, pues molestan. También está la idea según cual la violencia fue un accidente episódico, pues lo que importa son los grandes ejes político-ideológicos de la historia, de los que el terror habría sido solo una manifestación más, pasajera. Los caminos para escapar de la responsabilidad de la memoria son infinitos.

El problema es que el recuerdo del terror y de las víctimas, imprescindible en una sociedad que no quiera ser enferma crónica, no ha sido asumido como una prioridad pública y política. El poder se limita a un discurso institucional de bienqueda. Así, el mantenimiento del recuerdo queda reservado sobre todo a las víctimas y a grupos minoritarios entre los que desgraciadamente escasean los nacionalistas y que cada vez frecuentan menos los socialistas del régimen, salvo para la foto electoral. El protagonismo de las víctimas habla bien de estas, pero han asumido un papel que deberían haber jugado otros. Resulta desolador, por lo que confirma de abandono público, de las víctimas y de la democracia.

Es como si la defensa de la democracia no fuese una responsabilidad colectiva, sino que quedara reservada a los que recibieron en sus carnes los ataques que se dirigían a todos; como si, efectivamente, aquello hubiese sido una guerra entre los terroristas y sus víctimas, con los demás de espectadores. Como si la defensa de la democracia, hoy a cargo de las víctimas del terror, fuese una cuestión indiferente para nuestros gobernantes, que se vuelcan en reconstruir la memoria del franquismo (conceptualmente deconstruido) realizando esfuerzos equiparables para echar en el olvido crímenes más recientes, los que quisieron reventar nuestra democracia, así como las actitudes totalitarias que los respaldaron. Es una amnesia selectiva y peligrosa.