JORDI SEVILLA-EL PAÍS
- Hay que reconocer que no podemos avanzar en ninguno de los grandes retos del país sin un mínimo consenso entre las dos grandes fuerzas políticas, y que conseguirlo es muy difícil y podría ser imposible
La amnistía no es necesaria para devolver el conflicto con los independentistas catalanes al ámbito de la política. Lo creía antes del 23-J y lo sigo creyendo ahora. El conflicto estaba entrando en la vía de la normalidad política como consecuencia de muchos factores (cansancio, desengaño, etc.) entre los que quiero destacar la adecuada política llevada a cabo por el Gobierno de coalición durante la pasada legislatura: dividir y enfrentar a los indepes, llevar la negociación a “las cosas del comer”, aislar a los irredentos con cuentas pendientes con la justicia, seguir normalizando el panorama político en el que, por cierto, están presentes, con representación parlamentaria los partidos que defienden la independencia. Y, visto ahora, también fueron decisivos en ese empeño, los indultos y las modificaciones legales.
La prueba del algodón del éxito de esa estrategia es que las últimas encuestas reflejan claramente que el suflé ha bajado, que la relación con el resto de España ya no es el principal problema para la mayoría de catalanes y que el PSC se perfilaba como el próximo ganador de las autonómicas lo que haría de Salvador Illa el próximo president, con lo que la agenda independentista se enterraría. De continuar con esa política una legislatura más, de todo el drama representado por el 1-O quedaría, como de las fallas valencianas tras la cremá, cenizas y nostalgia.
Para normalizar las relaciones institucionales con Cataluña, sacar la independencia del frontispicio paralizante de la agenda, agudizar la paulatina extinción política de los más radicales y devolver la búsqueda de “un nuevo encaje” de Cataluña en España al espacio de la negociación, no hace falta ninguna amnistía.
La amnistía hace falta para intentar conseguir una investidura. Si el bloque que apoya al Gobierno de coalición hubiera sacado unos cuantos escaños más, no estaríamos con este debate. Por tanto, la amnistía hay que vincularla, no al “problema catalán”, bien encauzado ya, sino a las ventajas que ofrece tener un nuevo Gobierno de progreso, con todas las virtudes que ello encierra para sus partidarios, entre los que me encuentro, frente a ir a nuevas elecciones con el riesgo de que se forme en España un Gobierno entre la derecha y la extrema derecha. Ahí está el verdadero debate, como siempre, tergiversado y trumperizado por cierta derecha como “aferrarse al sillón”. El mismo sillón, por cierto, que quiere alcanzar Feijóo, incluso vendiendo su alma al neofranquismo castizo.
El problema adicional es que la amnistía, junto a sus ventajas para la investidura, tiene también efectos negativos sobre el espacio político y la convivencia ciudadana que deben ponerse en la balanza. De entrada, hemos devuelto el debate catalán a varias pantallas atrás, uniendo de nuevo a los indepes, revigorizando la entelequia de sus sueños, enmendando lo hecho la pasada legislatura en esa dirección (los indultos parecen ahora una cosa menor), se ha dado un protagonismo desmesurado a quien estábamos empujando hacia la irrelevancia política y se ha arrinconado el protagonismo de quien estaba anticipado como el próximo president socialista que pasaría página definitiva con el procés.
Además, con el anunciado apoyo del PP, se tensará la cuerda política y social hasta límites insospechados, haciendo uso de todos los cauces legales y todos los ardides posibles (hemos visto ya como se hace un uso partidista del Senado), para que una eventual legislatura fundamentada en la amnistía, corra el riesgo de quedar invalidada por un monotema que aumente, todavía más, las cotas de polarización, insultos y enfrentamientos que ya hemos visto en esta pasada legislatura.
Si la pasada fue la legislatura social, la próxima debería de ser la legislatura autonómica, aquella en la que reordenamos la España autonómica para actualizarla. No es un asunto menor. Y lleva posponiéndose demasiados años con el resultado de que casi un 25% de nuestros electores han votado por opciones que proponen desmontar el Estado autonómico constitucional: unos, para volver a épocas centralizadas y otros, para independizarse del Estado. Ordenar la España de las autonomías es mucho más que “buscar un nuevo encaje a Cataluña o Euskadi”. Es buscar un nuevo encaje a todas las comunidades y al Gobierno del Estado para ser más eficientes y solidarios. Empezando por elaborar nuevos estatutos de autonomía para Cataluña y País Vasco, las únicas que siguen, en la práctica, con sus estatutos originales. Debe ser la legislatura en la que dejamos de hablar “de lo tuyo y lo mío” para hablar “de lo nuestro”, de lo común, de lo de todos, de aquello que nos une. La legislatura de la normalización de la Conferencia de Presidentes, de la puesta en marcha de una ponencia para la reforma del Senado, del nuevo modelo de financiación autonómica, incluyendo una solución a la deuda de las comunidades con el Estado, de revisar la presencia de las CC AA en los procesos de toma de decisiones tanto del Gobierno central, como del de Bruselas (regulando las conferencias sectoriales y órganos similares como el fiscal o el sanitario). Y, sobre todo, la legislatura en la que se elabora una ley del Gobierno central donde se definan y acoten sus funciones y competencias “federales” (unidad, igualdad y respeto a la diferencia sin discriminaciones) y la creación de aquellas agencias y consorcios cogobernados por el Gobierno central y las comunidades autónomas de acuerdo con sus competencias estatutarias.
Y ese importante reto de España se puede ver anulado por la amnistía que, lejos de propiciar un clima favorable al diálogo, a la negociación política y al acuerdo entre todas las comunidades y el Gobierno central, va a abrir brechas con una parte de España, dejando resentimiento, polarización y agravios.
Debería de ser, también, una legislatura para superar los viejos enfrentamientos heredados del pasado y el estrecho nacionalismo de banderita en la muñeca y desplegar ese patriotismo constitucional que nos identifica a todos, de reforzar aquello que nos une a los españoles como ciudadanos y hace que nos sintamos orgullosos de serlo: buen sistema educativo, buena sanidad, un sólido mecanismo de refuerzo de la cohesión social, una administración moderna y digital al servicio de los ciudadanos y centrarnos en los problemas del siglo XXI como la transición ecológica y la inteligencia artificial en un mundo donde impera una nueva guerra fría 2.0.
Una legislatura en la que deberíamos, también, sentar las bases de una actualización de la Constitución, como la gran Ley Fundamental que nos ampara a todos los ciudadanos.
Y si esas son las necesidades del país, hay que reconocer que no podemos avanzar en ninguna de ellas sin un mínimo consenso entre las dos grandes fuerzas políticas del país. Consenso que se antoja ya muy difícil por el actual predominio de la partitocracia (los intereses de partido por delante del interés general) pero que se convertirá en imposible tras la amnistía.
Se cuenta que Enrique IV de Francia renunció al calvinismo y se proclamó católico porque “París bien vale una misa”. Es el momento de reflexionar sobre si, en estas condiciones, un Gobierno progresista bien vale una amnistía. Salvo que se les pregunte a los ciudadanos para que voten en un referéndum sobre el asunto. Porque los españoles también tenemos derecho a decidir nuestro futuro. Y nos va mucho con este envite.