Editorial-El Correo

La Ley de Amnistía pasará a la historia de España como una de las normas más divisivas y arbitrarias de cuantas se conocen. La iniciativa contraviene el principio de igualdad, fue motivada por la voluntad desnuda de poder y se aprobó contra el interés general, sin apenas debate público y con la oposición manifiesta de la mayoría social. Solo una exigua mayoría parlamentaria consiguió sacarla adelante por intereses espurios -para determinados grupos, los de autoamnistiarse-. La norma suscitó el rechazo expreso de instituciones europeas como la Comisión, el Parlamento y la Comisión de Venecia.

A pesar de todo, ayer se supo que el abogado general del TJUE despejó, con reservas, el camino para amnistiar a Carles Puigdemont y otros más de treinta ex altos cargos del Govern, al considerar que no es contraria a los principios generales del Derecho de la Unión. Se espera que la decisión del tribunal, que tardará aún unos meses, se dicte en la misma línea. Pero, al margen del resultado final, el Gobierno de Pedro Sánchez nunca podrá borrar el pecado original que la norma arrastra y mediante el cual sentó un nefasto precedente para la preservación del Estado de Derecho y la democracia liberal.