Ignacio Varela-El Confidencial

Las elecciones del próximo 10 de noviembre solo se paracen a las de abril en los candidatos, los mismos tipos que malograron entonces el voto de los españoles vuelven a pedir su confianza

Las elecciones generales del 10-O solo se parecen a las del 28-A en los candidatos. Los mismos tipos que malograron entonces el voto de los españoles vuelven ahora a pedirles la confianza que han demostrado no merecer. Con el agravante de que al menos tres de ellos (Sánchez, Iglesias y Rivera) son multirreincidentes y se han ganado con creces el título de campeones mundiales del bloqueo.

Todo lo demás es distinto, empezando por el clima social. La mayoría deseaba aquellas elecciones y la gran mayoría abomina de estas. Además, el futuro se ensombrece por días. Se da como inminente un rebrote insurreccional en Cataluña. Se pronostica un nuevo invierno económico cuando apenas habíamos salido del anterior. La hecatombe climática se presenta cada vez más próxima. Los gobiernos del mundo se llenan de fanáticos y de payasos populistas y nadie predice un buen porvenir a la democracia representativa.

 

Los de izquierdas abandonan la ilusión de un proyecto de Gobierno compartido por sus dos ramas, que esta vez serán tres. Tras el esperpéntico espectáculo de julio y agosto, ni los más optimistas confían en ver a Sánchez, Iglesias y Errejón conversando amistosamente para componer un Gobierno —ni siquiera una mayoría parlamentaria—. Se presagia más bien un encogimiento del bloque de la izquierda a causa de la abstención.

Además, tras la sentencia ya no podrán contar con los servicios auxiliares del amigo independentista para completar el Frankenstein. Paradójicamente, la única hipótesis en que los ‘rufianes’ recibirían la orden de acudir en misión de salvamento de la izquierda sería si el PP lograra un escaño más que el PSOE y se abriera el escenario de un Gobierno de Pablo Casado.

Es llamativo que esta fractura de la izquierda se produzca en el momento en que sus posiciones programáticas son más parecidas que nunca. Tras el intercambio de sucesivos documentos en que cada uno copiaba páginas enteras del otro, los programas del PSOE y Podemos son gemelos en el 90% de su contenido. Y Errejón aún no ha sido capaz de mostrar una propuesta de fondo que lo distinga de los otros dos. Unos días se pone más socialdemócrata y suena a PSOE, y otros más populista y recuerda al fundador de Podemos. Su juego consiste precisamente en ser el candidato hermafrodita de la izquierda.

Algo parecido sucede en la derecha: la mutación genética de Ciudadanos hace ya difícil encontrar elementos sustantivos que lo diferencien del PP. A la vista de la feliz concordia que reina en sus gobiernos municipales y autonómicos, parecería que todos sus miembros son del mismo partido. En realidad, ya lo son en las políticas (‘policies’) y solo les separa la política (‘politics’).

Ello hace aún más incomprensible para sus votantes que no hayan encontrado una vía de concertación ante estas elecciones, cuando todo indica que el bloque de la derecha superará en votos al de la izquierda sin que ello le sirva para conseguir el Gobierno.

Así pues, nadie en la sociedad espera nada bueno de esta malhadada elección. Los de izquierdas, porque sienten la aprensión de echar a perder lo que vieron ganado o de que su candidato presidencial busque al otro lado de la trinchera los apoyos que necesitará. Los de derechas, porque sospechan con fundamento que su ganancia será estéril y que, finalmente, alguien de su campo terminará entregando patrióticamente el poder a Sánchez.

Iglesias se prepara para hacerse fuerte, a la anguitiana manera, en el rocoso espacio de la izquierda anti-PSOE, en el que habitan desde siempre al menos dos millones de personas. Pablo Casado espera salir triunfante al balcón de Génova en la noche electoral, celebrando un avance pírrico que le deparará el dominio en la derecha y un nuevo confort bipartidista, pero no el Gobierno. Rivera tenía un plan (sí, también existió un ‘plan Rivera’) y una amplia colección de gestos efectistas para escenificarlo. Ahora el plan se esfumó y solo le queda la gesticulación vacua.

Con todo, el cambio más espectacular es el del discurso electoral del candidato socialista. En abril hizo desaparecer la palabra Cataluña de su vocabulario y de los textos de su partido. Escuchándolo entonces, se diría que nunca hubo allí una insurrección institucional. Solo hubo buenas palabras y promesas de diálogo para el Gobierno de Torra, guiños descarados a ERC y reprimendas a la derecha por su crispadora intolerancia y por reclamar el 155.

Escuchándolo hoy, parecería que el 155 y la Ley de Seguridad Nacional hubieran sido redactados por el propio Sánchez para una ocasión como esta. El candidato del PSOE se ha lanzado a una carrera desenfrenada de actos de campaña y entrevistas electorales. En todas ellas fuerza al límite el discurso para llevar a los titulares el mensaje de que viene un incendio político en Cataluña y que aquí está él para solucionarlo, más por las malas que por las buenas.Es su nuevo eje de campaña.

La insurrección post-sentencia y el 155 tienen en el actual discurso sanchista tanto protagonismo como tuvieron Vox y Colón en la campaña de abril. De hecho, una cosa y la otra desempeñan exactamente el mismo papel táctico. Hasta el punto de que uno llega a sospechar que si, finalmente, la respuesta independentista a la sentencia no fuera tan incendiaria como para justificar medidas extraordinarias, habría dos personas defraudadas, Torra y Sánchez.

Lo mismo sucede con la economía. Una cosa es no cerrar los ojos ante lo que puede venir y otra vocearlo a todas horas y dedicar el discurso de campaña a convocar la crisis. Si el PSOE quisiera ser honesto y coherente con su discurso actual, además de anticipar la alarma explicaría, antes de que se vote, que en la situación que se avecina será imposible reproducir unos Presupuestos de gasto desbocado como los que pactaron con Podemos.

Es poco habitual que el partido del Gobierno juegue electoralmente al ‘cuanto peor, mejor’, haciendo apología del apocalipsis (la cuestión de si es lícito y responsable resulta irrelevante en este caso). Como todo es extraño en estas elecciones, quizá la inusual táctica sirva para enmarcar la tramposa dicotomía de ‘Gobierno (de Sánchez, se entiende) o bloqueo’. Pero posiblemente haya también en ella un propósito poselectoral. Si lo que toca después del 10-N es conseguir la abstención patriótica de la derecha, nada mejor que preparar el ambiente con promesas de dureza en Cataluña y rigor bruselense en la economía. Por prometer que no quede.