El Correo-J. M. RUIZ SOROA
No es hora de imprecar a los jueces como si estos debieran seguir por sistema los deseos del público al margen de lo que diga la ley. No es hora de populismo ni de venganza soterrada
Llevamos unos días más que horribles en lo que se refiere al prestigio de las instituciones españolas. No parece sino que sus ocupantes han entrado de repente en una carrera en la que, hagan lo que hagan, sólo consiguen averiar más y más el crédito de los poderes del Estado que dirigen. Algo que no es muy difícil, dicho sea de paso, pues vivimos en la actualidad en la época de la desconfianza ciudadana (P. Rosanvallon), una de cuyas más señaladas notas es la de la lejanía y crítica despiadada para con las instituciones más allá de lo que es saludable en cualquier sistema político (Hugh Heclo). Pero en esta atmósfera, y precisamente cuando más necesaria era la confianza en las instituciones ante los serios desafíos a los que se enfrenta el sistema político español, han aparecido como infantiles incendiarios precisamente algunos de los mismos titulares de esas instituciones. Aquellos que tienen a su cuidado velar por ellas –algo que solo se logra manteniendo una callada y tenaz regularidad en su funcionamiento– parece que han enloquecido y prefieren hacer saltar por los aires el entramado institucional que al final soporta nuestra convivencia. Fastuoso.
Abrió el baile el Gobierno que, arrogándose unos saberes jurídicos que ni posee ni le competen, explicó desde la tribuna qué es y qué no es el delito de rebelión. Suponemos que para que se enterase la Sala II del Tribunal Supremo que dentro de unos días tiene que juzgar unos hechos concretos y adoptar una de las decisiones más trascendentes que cabe para nuestro futuro. No hay momento mejor para romper con el principio de separación de poderes y con la independencia judicial. Simplemente estúpido.
Y sigue el minué: el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condena a España por haber violado el derecho de Otegi a un juicio imparcial. ¿Por qué? No por lo que le llena la boca al exterrorista («España es una mierda democrática»), sino por una razón procedimental simple: porque una magistrada que ya había sido seriamente advertida en otro juicio por su locuacidad extemporánea reveladora de prejuicios contra el reo prefirió no abstenerse de formar parte del tribunal en otro caso parecido, a pesar de que hacerlo era prudente hasta para el más lerdo para evitar el riesgo de que sucediera lo que ha sucedido. Porque en esta materia el Tribunal Europeo hila muy fino. ¿Le costaba mucho abstenerse por el bien de la institución? Sólo una heridita en su orgullo. ¿No podían haberlo corregido los tribunales españoles de revisión? Sí, pero les cegó su arrogancia. Ahora se transforma en descrédito.
La polka se vuelve trepidante: la inicia la Sala III del Tribunal Supremo que, con un denuedo asombroso, gestiona lo peor posible un asunto de enorme repercusión mediática como es el pago del Impuesto de los Actos Jurídicos Documentados aplicable en la constitución de hipotecas. Una cuestión que es jurídicamente oscura no por su culpa, sino por la redacción confusa de la ley y el reglamento aplicables, que dan lugar a un semillero de dudas.
Pues bien, después de veinte años de sostener ‘blanco’, una Sección decide cambiar a ‘negro’ sin advertir al resto de la Sala de tan relevante cambio de orientación. Se arma la marimorena y entonces, tarde y mal, el presidente de la Sala decide avocar el asunto al pleno para tomar la decisión colectiva que proceda de cara al futuro. Si lo hubiera hecho antes nada habría sucedido, pero esta avocación hecha después de la sentencia (que en sí misma no es ilegal) desata inevitablemente un clamor popular –adecuadamente atizado por los del cuanto peor mejor– que moteja al Tribunal Supremo de poco menos que lacayo de la banca. Y cuando la Sala falla dividida la cuestión –lo que demuestra la escasa comprensión de su situación por los magistrados, que deberían haber sido capaces de orquestar un voto cuasiunánime una vez testada la mayoría– se nos anuncia que el pueblo linchará a tamaña tropa de jueces que le dan la razón al bandolero perverso en lugar de al pobre hipotecado. Los políticos se apuntan encantados al linchamiento, primero porque por una vez le toca a la Justicia el oprobio y no a ellos, y segundo porque es una ocasión perfecta para exhibirse con el pueblo en la plaza y tener su ratito ético.
Y, cómo no, entra de nuevo en la sardana el Gobierno, que decide explotar con sabia demagogia la ocasión para, en lugar de fortalecer las instituciones, desacreditarlas un poquito más y dejar al poder judicial un poco más malherido ante la opinión. En un mix de Escarlata O’Hara («a Dios pongo por testigo de que nunca más pagará el pueblo») y de Lenin («hagan su autocrítica, perdedores»), modifica la ley que hasta ayer no le preocupó (si es que la conocía) y, eso sí, deja el crédito de los magistrados tambaleante. Olvidándose convenientemente de que el caos vino provocado en último término por un legislador deficiente, por unos Gobierno y Parlamento que fabrican leyes de calidad técnica salchichera (como diría Bismarck) que autorizan las interpretaciones más dispares.
A los países los sostienen sus instituciones. No su pueblo, ni su civismo, ni genéricos sentimientos de Justicia, no, sino sus instituciones, que son las que moldean el civismo o lo secan de raíz. La calidad de un sistema político, su mayor o menos capacidad para encauzar los problemas que inevitablemente le van surgiendo, su eficiencia en definitiva, depende de sus instituciones. Por eso es asombroso, por decirlo suavemente, que quienes están ahí para cuidarlas se dediquen a desprestigiarlas.