Contraponer la esencia milenaria del pueblo a la artificialidad del Estado esconde intereses que nada tienen que ver con el respeto a identidades o a la historia. Es antidemocrático prometer fidelidad al pueblo sobre la fidelidad debida a las leyes, al marco constitucional que garantiza el derecho a la diferencia, hacia fuera y dentro de Catalunya.
Apesar de que el posmodernismo y la desideologización sumaria a los que vivimos sometidos han hecho caer en el olvido a quienes cuando éramos jóvenes nos enseñaron algunas claves de la crítica ideológica, no hace daño recordar, de vez en cuando, a Adorno y Horkheimer y su intuición de que los dioses expulsados del espacio público por la ilustración vuelven al escenario transformados, por la puerta de atrás, mientras que nosotros hemos perdido la capacidad de reconocerlos.
Esta intuición me vino a la mente leyendo la contraposición que planteaba Artur Mas entre la naturalidad milenaria del pueblo catalán y la artificialidad del Estado español. Se trata de una contraposición en la que la naturalidad y el carácter milenario del pueblo poseen connotaciones positivas, mientras que a la artificialidad del Estado español la acompaña una connotación negativa, además de su aparición reciente en la historia. Lo natural y milenario es bueno. Lo artificial y reciente, histórico, es menos bueno. A la hora de repartir lealtades se debe primar lo primero, naturalidad y milenarismo -metáfora de lo eterno, en el sentido en el que lo ha utilizado recientemente el nuevo presidente de la Real Academia, José Manuel Blecua, afirmando que las lenguas son eternas-, frente a la artificialidad e historicidad del Estado.
Cuando Kant y la ilustración se referían a la razón humana como una capacidad natural estaban construyendo, frente a la historicidad y relatividad de las religiones, la universalidad de la razón. Una universalidad que la razón podía perder, por culpa propia, pasando a ser esclava de las tradiciones, y tanto más esclava cuanto más poderosa, larga y milenaria fuera esa tradición.
En todas las renovaciones teóricas del marxismo la caracterización de algo como natural aparece como indicativo de su ideologización, de algo necesitado de crítica ideológica: bajo el escudo de la naturalidad se esconde siempre algún interés particular que no desea ser reconocido como tal.
Pero si algo caracteriza a lo humano es la artificialidad en el sentido de no estar determinado biológicamente, por la naturaleza. No es el derecho lo natural, y menos después de la transformación positivista llevada a cabo por Kelsen, sino la violencia, la ley del más fuerte. La cultura es lo artificial frente al ecosistema del que forman parte los animales: los animales son mundo, el hombre posee mundo y por ello responde a los problemas que le surgen en su relación con el medio proponiendo soluciones siempre nuevas y plurales, construyendo mundos simbólicos de cultura.
Sin la cultura artificial superpuesta y transformadora de la base natural el hombre se animaliza, vuelve al estadio de naturaleza en el que impera la satisfacción inmediata del instinto. Sin el derecho reina la ley del más fuerte, la venganza. Lo cocido es lo artificial de la cultura frente a lo crudo del estadio de naturaleza. El lenguaje, las lenguas -en plural-, la memoria, el arte, el derecho, la escritura, la tecnología, la pintura, la música, la literatura, el urbanismo, la vestimenta, la educación, el deporte, y, por supuesto, el Estado, todo ello son productos artificiales debidos a la insuficiente definición natural del hombre, todo ello son productos culturales, humanos, necesarios para ir intentando una y otra vez las definiciones de las que es capaz el ser humano. Sin toda esa artificialidad, el hombre deja de serlo y vuelve al estado de naturaleza.
Pero es que además los pueblos también son artificiales, aunque presuman de milenarios y traten de esconder esa su artificialidad tras la prolongación artificial de la duración temporal hasta la eternidad de la naturaleza. Los pueblos son, por definición, acompañantes, depositarios y cristalizaciones de las lenguas, de las culturas, de las tradiciones, de las costumbres, del comercio, del intercambio entre distintas culturas, del mestizaje, de las transformaciones históricas, y sobre todo de la capacidad de imaginación de cada generación y de sus necesidades de identificación como respuesta a los problemas del momento.
Pretender contraponer la naturalidad y la esencia milenaria del pueblo a la artificialidad del Estado esconde intereses clarísimos que nada tienen que ver con el respeto a identidades o a la historia. Más bien lo contrario: se trata de deslegitimar algunas conquistas de la historia como los marcos constitucionales democráticos que constituyen a los estados de derecho y en los que el elemento nuclear está formado por la sumisión al derecho y la idea del ciudadano, de reducirlos a mera facticidad, a mera legalidad, dando a entender que solo recobrarán su validez y legitimidad si se equiparan a la naturalidad del pueblo imaginado, para lo cual deben ser relegados ahora a un segundo plano, deben ser devaluados en nombre de ese pueblo, de una identidad, de una tradición.
Todo esto es profundamente antidemocrático, como lo es prometer fidelidad al pueblo sobre la fidelidad debida al derecho, a las leyes, al marco constitucional que garantiza el derecho a la diferencia, hacia fuera, y, sobre todo, dentro de Catalunya.
Joseba Arregi, EL PERIÓDICO DE CATALUÑA, 1/2/2011