La autodestrucción de una gran fuerza política como el PSOE, su demolición inconsciente, es un espectáculo tan irracional que muchos se niegan a creerlo y aún esperan la regeneración interna por algún liderazgo milagroso que esperan en vano. Del PSOE se llegó a decir con ditirámbica exageración que era el partido más parecido a la sociedad moderna española, inclinada al centro-izquierda, un esqueleto político natural surgido de la Transición. Buena parte de la derecha, y desde luego la gran burguesía, asumió el derrotista marco mental de la inevitable supremacía socialista. Entonces, ¿por qué se destruyen ahora a sí mismos? ¿Cómo han caído a este clan Corleone versión Torrente, sin otro proyecto que impedir como sea que gobierne la derecha?
Fracasos simétricos: los parecidos PSOE-Constitución
La teoría de la simetría entre la España de la Transición y el PSOE quizás acertaba en una profunda coincidencia imprevista. Hay una estructura paralela entre los fallos internos del PSOE y las insuficiencias de la Constitución para protegernos del autoritarismo y la degeneración democrática.
Pese a los tardíos esfuerzos de Rubalcaba, los Estatutos socialistas fueron incapaces de impedir el ascenso de un granuja como Sánchez, expulsado en 2016 por pucherazo, su reconquista a lomos del populismo entre las bases y la consiguiente demolición interna del partido, convertido en mera guardia pretoriana y agencia de colocación de sus leales; por desgracia, la Constitución de 1978 también se ha revelado impotente para impedir los asaltos de este y sus socios a casi todas las instituciones del Estado, con la cumbre en esa Ley de Amnistía en gestación de la que ya solo nos separa la resistencia judicial, animada por la indignación ciudadana.
La autodestrucción es lo menos político que hay. Los filósofos racionalistas del XVII, en especial Hobbes, Spinoza y Locke, tan distintos en muchas ideas, compartían que la política y el Estado moderno surgen de una fuente fundamental: el principio de autoconservación de los hombres, la superación de la ley de la selva (o “estado de naturaleza”) y la prevención de la guerra civil. Habría sido interesante su juicio acerca de un gobierno y de un partido que, como Sánchez y el PSOE, están inmersos en la destrucción de su país y, por tanto, de sí mismos, al modo de un estúpido que asierra la rama del árbol donde está sentado.
La cúpula del partido de Felipe González y Alfonso Guerra todavía era socialdemócrata y reformista; sus enemigos se limitaban al terrorismo y a la extrema izquierda comunista
La autodestrucción comenzó a ser evidente con Rodríguez Zapatero y con Sánchez es abrumadora, pero sin duda se remonta más atrás. En concreto, a las concesiones ideológicas al nacionalismo que hicieron del PSC otro nacionalista catalán más, aunque con clientela charnega, y al histórico desperdicio del Gobierno Vasco de Patxi López, que solo sirvió para justificar la desastrosa negociación con ETA derrotada, demoler el constitucionalismo vasco y entregar la hegemonía futura al nacionalismo, con los socialistas en el imaginario papel de árbitros decisivos, pero en realidad de especie en extinción política.
David Hume escribió lo que sigue: “Siempre que se escogen los medios se escoge el fin.” Y así, cuando los socialistas escogieron consagrarse al derribo de la derecha democrática, escogieron su propio fin. La cúpula del partido de Felipe González y Alfonso Guerra todavía era socialdemócrata y reformista; sus enemigos se limitaban al terrorismo y a la extrema izquierda comunista. Pero el PSOE nunca hizo su Bad Godesberg, el histórico congreso de la socialdemocracia alemana que renunció al marxismo en 1959 (abandonaron la revolución mucho antes, provocando que Lenin acusara de traidores a los socialdemócratas y rebautizara su partido como “comunista”).
La historia socialista española es muy diferente. El PSOE de hace un siglo apoyó primero la dictadura de Primo de Rivera, luego se sumó al movimiento republicano burgués para derrocar la monarquía (PSOE y UGT no asistieron al Pacto de San Sebastián de 1930), y después atacó a la II República en 1934, con la revolución de Asturias, y en 1936 con el Frente Popular (diseñado en Moscú) que, al menos en parte, provocó la guerra civil deseada, entre otros, por Largo Caballero, el irresponsable e inepto “Lenin español”.
Guerra civil que a punto estuvo de acabar para siempre con el PSOE (como acabó con la CNT), ausente durante la larga dictadura de Franco y luego reflotado, con algunos jóvenes sevillanos, porque la España moderna y europea necesitaba una izquierda moderada homologada. Pero el PSOE nunca ha superado el oportunismo histórico ni la hostilidad a cualquier sistema constitucional que no fuera a su medida. Como el compromiso con Primo de Rivera en 1923, el pacto constitucional de 1978 acabó siendo visto como una concesión provisional por la generación de Zapatero y Sánchez.
El odio a la derecha como ideología sustitutiva
En definitiva, el odio a la derecha española -no así a la nacionalista, aliada histórica- rebrotó como alma del socialismo español ya con el PSC, impulsor del infame Pacto del Tinell de 2003 para aislar al PP en Cataluña, y el traicionero Gobierno Vasco de Patxi López, lo que explica el protagonismo posterior de ambas nefastas facciones.
Para transformar un proyecto político legítimo en autodestrucción basta con perder de vista los objetivos de la política y obviar las consecuencias de recurrir a medios destructivos incontrolables. El último y casi definitivo episodio de este suicidio, tras el desastre de las elecciones gallegas -que profundiza la pérdida socialista de poder territorial-, es el anuncio de Pedro Sánchez de que el PSOE debería renunciar a liderar la destrucción de la derecha en beneficio de otro liderazgo más funcional: el separatismo.
Tras la debacle del comunismo cuqui intentado por Podemos y su hijuela Sumar (fue Pablo Iglesias quien, como Vicepresidente, anunció el fin de nuevos gobiernos de derechas en España), así que el relevo es el separatismo, y cuanto más extremista mejor: Bildu, ERC y Junts, el BNG en ascenso.
El PSOE recorre el camino que, por distintas razones, emprendieron a la extinción los partidos socialistas francés e italiano. La pregunta es qué ruinas dejará su hundimiento. Entre las consecuencias más evidentes, junto a un extremo debilitamiento del Estado democrático aparece el envalentonamiento separatista: saben que nunca tendrán una oportunidad como esta. Pueden llevarse los votantes socialistas malcriados en el odio a la derecha y, con un poco de ayuda externa (Putin y sus tentáculos), aprovechar el vacío para el asalto final: reducir España a una mera marca confederal de republiquetas casi independientes, y eso en el mejor de los casos. Insistamos para que quienes deben liderar la contraofensiva no se equivoquen de enemigo, ni crean en milagros redentores del socialismo suicida.