Reconocer el rango de autoridad pública a los maestros puede reforzar la confianza en sí mismos y asegurarles que la sociedad no les abandona. No sólo serán autoridades públicas frente a sus alumnos, sino también frente a sus papás. Es sólo una parte del largo camino de regeneración educativa en el que toda la sociedad debe implicarse.
F recuento mucho las convenciones y seminarios de los maestros de primera y segunda enseñanza, porque tengo la suerte de que suelan querer recibirme entre ellos. Estoy acostumbrado a que me cuenten sus problemas y dificultades, junto a sus nobles ilusiones. Quizá no haga falta decirlo, pero me satisface proclamarlo una vez más: forman el gremio que más admiro y al que tengo por más imprescindible para el mantenimiento de la vida civilizada. Aplaudo a los artistas, necesito a los científicos, respeto a jueces y policías… pero mi mayor admiración y gratitud van para los maestros. Sin ellos, serían imposibles los demás. Ya sé que, bien mirado, no hay nada de original en este tributo: pero conviene repetirlo una vez más en voz alta.
Cuando llega la hora de oír sus quejas, la más frecuente de ellas suele ser la falta de la más elemental disciplina entre buena parte de los alumnos. No es que los profesores pidan sumisión ni vasallaje, claro que no. Tampoco pretenden que sea imposible cualquier tipo de sana familiaridad entre docentes y discentes: la época en que poco faltaba para que los niños tuviesen que marcar el paso de la oca en el patio (o sea, más o menos la mía), así como levantarse cuando cualquier adulto entraba en clase y hacer a coro diversas zalemas, pertenece a un pasado irrevocablemente preterido. Pues nada, adiós muy buenas a tales usos. Pero lo cierto es que el aula -para rendir frutos- exige atención y cierta jerarquía. Todos somos iguales en dignidad, pero no en gobierno. Como bien dice Aristóteles en su ‘Política’, «antes de llegar a gobernar, todos debemos haber sido gobernados». Es decir: ya que en democracia todos mandaremos, es necesario que durante un tiempo obedezcamos para aprender a mandar con razón y conocimiento. No hay humillación ni servilismo en aceptar la eventual autoridad de quien nos está enseñando a crecer como es debido.
El aprendizaje siempre tiene -al menos en sus inicios- un componente de coacción: casi todos nos hemos educado a regañadientes. Es raro el caso del niño que renuncia voluntariamente a sus juegos o del adolescente que prescinde con gusto de sus diversiones para llegar a saber gramática o geografía. No es el profesor quien aburre, ni siquiera la materia misma, sino el hecho mismo de tener que concentrarse para aprender. Saber es una forma de felicidad y de liberación, pero llegar a saber exige trabajos forzados. Quien conoce la importancia del conocimiento y los beneficios que aporta -el adulto, el maestro, los padres- no tiene más remedio que contrariar temporalmente el capricho momentáneo de sus alumnos, que ignoran la magnitud e importancia de lo que están recibiendo a veces con pocas ganas. Que yo sepa, sólo Tarzán aprendió a leer por sí mismo, pero ya mayorcito y no sin pasar por un largo calvario de autodisciplina… en una novela.
Antes o después, todos los enseñantes son vistos por sus discípulos como aguafiestas de su joven vida. Nunca he entendido bien eso de que «hay chicos y chicas a los que no les gusta estudiar». A nadie le gusta estudiar salvo a los masoquistas, que no suelen abundar por debajo de los dieciséis años. Pero enterarnos poco a poco de que en muchas ocasiones lo que necesitamos debe prevalecer sobre lo que nos gusta es parte y nada menor de la maduración personal. Y de la educación, en el más amplio sentido de la palabra. Desde luego, hay maestros que tienen una habilidad especial -un arte, digamos- para conseguir aplicación de sus educandos sin hacérsela gravosa ni demasiado ordenancista: felices ellos. Pero en cualquier caso esa aplicación es imprescindible en la dialéctica entre enseñanza y aprendizaje: y resulta evidente que a veces se rehúsa y hasta se convierte en hostilidad y agresividad contra quien la exige para poder cumplir con su función. Si el maestro no puede mandar o si sus órdenes razonables son sistemáticamente desatendidas o burladas, la educación se hace imposible: aún peor, se convierte en un fatigoso deporte de riesgo para quien pretende ejercerla.
Reconocer el rango de autoridad pública a los maestros (una iniciativa propuesta por UPD que ahora será puesta en práctica por Esperanza Aguirre en la comunidad de Madrid y luego quizá en todas partes, como ya ha pasado con otras ideas de UPD) no es la solución de todos los problemas de la enseñanza, evidentemente. Sin una financiación adecuada y un pacto educativo transversal a los partidos políticos, entre otras cosas, seguiremos debatiéndonos con una escuela ineficiente y peor que la de la mayoría de los países europeos. Por otra parte, es cierto que junto a la autoridad institucionalmente conferida está la otra, la autoridad que se ganan los profesores por medio de su práctica diaria y que no es menos importante. Pero también el amor conyugal es la mejor garantía de paz familiar y, sin embargo, por si acaso el marido se pone bruto, ya hay instancias que protegen al miembro más débil de la casa. En el aula, qué le vamos a hacer, el más desvalido suele ser el maestro: es uno frente a muchos o frente a unos pocos pero sin encontrar apoyo explícito en los demás.
Esta medida puede reforzar la confianza en sí mismos de los maestros y asegurarles que la sociedad no les abandona ni les ignora. Porque cuando se lleve a la práctica, los enseñantes no sólo serán autoridades públicas frente a sus alumnos sino también frente a sus papás, que a veces son más díscolos y maleducados que ellos. Es nada más que una parte del largo camino de regeneración educativa en el que toda la sociedad consciente debe implicarse, pero es un paso que sin duda hay que dar: y cuanto antes, mejor.
Fernando Savater, EL CORREO, 26/9/2009