Ignacio Camacho-ABC
- A Lambán y Page les queda una prueba de fuego, aunque no depende sólo de ellos: tumbar el concierto en el Parlamento
El barón socialista disidente es una criatura mitológica condenada por los dioses a vagar por el desierto debido a su tendencia a arrugarse en el último momento. Por lealtad militante, por disciplina o por miedo. No obstante, el pacto fiscal catalán ha puesto a Lambán y Page en la tesitura de hablar claro o faltarse a sí mismos al respeto. A Sánchez le da igual, porque tiene el partido en el puño, ha impuesto sus reglas de juego, o más bien la ausencia de reglas, y las críticas minoritarias le rebotan como un eco lejano que apenas alcanza a resultar molesto. Los deja hablar porque no tiene –por ahora– más remedio y luego se hace aclamar por el resto de una nomenclatura que le debe el empleo y el sueldo. Ayer ni siquiera se molestó en explicar al comité federal el acuerdo que acaso ha firmado sin saber su contenido concreto. Ya se le ocurrirá algo a María Jesús Montero. Así que llegados a este punto falta por saber si la discrepancia del dirigente aragonés y del manchego llegará al extremo de tumbar el concierto, lo llamen como lo llamen, cuando haya que votarlo en el Parlamento. Una bala de plata que en todo caso no pueden disparar ellos porque carecen de escaño y los diputados de sus regiones saben que en última instancia las listas las decide el líder supremo. Uno se puede suicidar por honor, por principios o por dignidad pero es difícil arrastrar al suicidio a compañeros que tal vez no compartan esos conceptos.
De cualquier manera, lo extraño no es que el presidente tenga a los afiliados y a los cuadros comiéndole en la mano. Eso siempre es así en la vida de los partidos, que sólo pueden funcionar mediante la estimulación del instinto sectario; nada les perjudica más que un debate interno susceptible de trasladar la sensación de caos. Las organizaciones, sobre todo las políticas, necesitan eficacia en el mando, fortaleza en el liderazgo, y Sánchez, que vive en el vértigo de la supervivencia, ha sabido explotar ese factor gregario. Lo complicado de entender es que continúe gozando del apoyo de siete u ocho millones de ciudadanos capaces de digerir una y otra vez el sapo de sus contradicciones, imposturas y engaños. La invención de un enemigo –ahora parece ser Ayuso, quizá porque ve a Vox algo desinflado– y la etiqueta de progresista como salvoconducto mágico le han permitido aglutinar a un electorado impermeable, estanco, dispuesto a absolver cualquier viraje ideológico o ético y a aceptar la burda colección de argumentarios improvisados con que el Gobierno justifica sus permanentes bandazos. Ni siquiera cuando las voces disonantes surgen en el propio seno socialista, avaladas por un intachable compromiso biográfico, logran un mínimo cuestionamiento intelectual de ese relato que sus mismos receptores saben falso. La versión posmoderna de la razón de Estado era un espacio de impunidad moral para el fraude democrático.