Ignacio Camacho-ABC

  • Sánchez y sus socios voltean a Marlaska como un muñeco de trapo. Y ahí sigue, vejado, cautivo, literalmente desarmado

Fernando Grande-Marlaska debería legar su cuerpo a la ciencia para que los futuros congresos de neurólogos y gastroenterólogos estudien la portentosa capacidad de procesar humillaciones que poseen su sistema nervioso y su aparato digestivo. En general todos los miembros del Gabinete parecen escogidos por su fortaleza anatómica para encajar sin deterioro físico ni moral los escarnios que su jefe les inflige con crueldad rayana en el sadismo, pero el titular de Interior quizá ostente el récord gubernamental de resistencia al ludibrio. Suele decirse que un ministro es siempre una especie de fusible del Ejecutivo, que salta cuando su presidente se ve en peligro; sin embargo Marlaska parece construido con un material a prueba de cortocircuitos de ridículo. Si alguna vez lo cesa, Sánchez no sólo deberá agradecerle sus servicios; tendrá que compensarle de alguna manera especial la entrega incondicional con la que ha arruinado su antiguo prestigio.

Esa lealtad a costa de su propio desgaste reputacional es insólita en un hombre, por ambicioso que sea, que fuera de la política dispone de numerosas posibilidades de continuar una buena carrera. Puede volver a su plaza de juez en excedencia, solicitar otra mejor o atravesar alguna de esas puertas giratorias que conectan el poder con los ‘lobbies’, los grandes bufetes o la alta empresa. No es, por ejemplo, como Sira Rego, cuyo escaso currículum civil explica la naturalidad con que se ha aferrado a su cartera cuando el partido que se la dio amagaba con romper la correlación de fuerzas. Por eso resulta difícil de entender la sumisión que el responsable de la seguridad nacional despliega cada vez que el presidente le obliga a revocar decisiones que previamente le había encargado defender a boca llena. Sucede también con sus colegas pero la mayoría de ellos es consciente de haber alcanzado gracias al principio de Peter –Pedro– su máximo nivel de incompetencia.

El asunto de las balas israelíes lo ha vuelto a dejar como a Cagancho en Almagro. Ni es el primer oprobio ni será el último de su largo catálogo; todavía suena el eco de la vehemencia con que sostuvo que las competencias sobre inmigración eran exclusivas del Estado. Los socios le han cogido la medida a su orgullo demediado y lo voltean a su antojo como a un goyesco muñeco de trapo. Pueden hacer cualquier cosa: cambiar altos mandos, sacar de Navarra a la Guardia Civil de Tráfico, poner a los Mozos a vigilar fronteras, anular la firma de un contrato. Un poquito de presión, no mucha, a Sánchez y tienen al jefe de la fuerza pública a los pies de los caballos, acribillado en este caso bajo la caprichosa balacera de los presuntos aliados. Y ahí sigue, atornillado al cargo, mientras sus subordinados se enfrentan con barcas de juguete y munición trucha a las trimotores y los kalashnikov del narco. Relegado, cautivo, literalmente desarmado.