José María Ruíz Soroa- ElPaís
En democracia las cartas se barajan y reparten a menudo, pero las reglas no son modificables
En un reciente trabajo defiende Íñigo Errejón la idea de que en épocas de dislocación y crisis, rectius aquí y ahora, es imprescindible un momento de refundación en el que el we the people comparezca de nuevo y se vuelvan a barajar las cartas. Un excedente popular no satisfecho con la institucionalidad democrática existente reclama —escribe— una nueva definición del interés general y una nueva arquitectura institucional acorde.
Porque, contado muy directamente, volver a barajar y a repartir las cartas parece llevar consigo un nuevo comienzo (y así lo cree Íñigo Errejón); pero si se piensa un ratito más es fácil advertir que hay algo que permanece inmutable según ella: el juego mismo. Cuando se reparte de nuevo es porque se va a recomenzar la jugada, pero dentro del juego que se estaba jugando. Otra cosa sería romper la baraja y darle una patada a la mesa y al tapete, pero esa es una metáfora distinta, la metáfora revolucionaria pura. Y nuestro autor elige muy bien las metáforas, es parte de su oficio como intelectual y como político hacerlo bien.
El juego permanece. Y como desarrolló con agudeza Stephen Holmes, sucede que en los juegos las reglas de su práctica son constitutivas del juego mismo. Es decir, que si bien hay muchas actividades humanas en las que las reglas que las regulan son limitaciones y constricciones a la libertad impuestas desde fuera y pueden suprimirse, en el caso del juego (como en el del lenguaje) las reglas son constitutivas de la actividad misma, ésta no puede existir sin aquellas. Las reglas de un juego no son limitativas sino creadoras, son capacitantes porque gracias a ellas podemos jugar.
Pues bien, la democracia puede ser vista como un juego (así la veía otro liberal —¿conservador?— como Norberto Bobbio), un procedimiento que para poder existir requiere unas reglas básicas (él enumeró seis) de las que los derechos humanos son las reglas preliminares. Esas reglas no pueden cambiarse si lo que queremos es jugar a la democracia. Si las cambiamos, jugaremos a una política distinta, no a una política democrática. Es así de sencillo y así de complicado al tiempo. Porque las reglas de la democracia, esto es cierto también, se cumplen muy insuficientemente en nuestros regímenes.
En el juego de la democracia las cartas se barajan y reparten de continuo (por eso está Errejón donde está y no donde estaba), pero las reglas no son modificables: no cabe una cosa tal como “refundar la democracia”, ni “establecer una nueva arquitectura institucional”, ni cabe “un pueblo, gente o país” que como Hércules asuma un buen día el papel de reconstruir el sistema político completo de arriba abajo. Ni caben ahora, ni cupieron en el pasado: los liberales un poco realistas sabemos muy bien que en el origen de nuestras democracias no existió un we the people real. Sabemos que la del contrato social no es una realidad, sino una metáfora, otra más, un como si kantiano. Entonces hubo confusión y un proceso histórico (lento y sangriento) de prueba y error, de élites y masas populares, de ensayos y retrocesos.
La referencia al pueblo en nuestras constituciones no apunta a un sujeto real sino que es una cláusula de cierre del sistema que indica su legitimación por el interés del conjunto, nada más. Eso que llamó Bodino soberanía nunca ha existido ni existirá como poder perpetuo y absoluto (de nuevo metáforas, en este caso teológicas). Ni del pueblo ni de nadie. Sólo a los derechos humanos puede aplicárseles una idea parecida a la de soberanía.
Y este es el problema de creer y postular momentos fundacionales, sujetos trascendentes, o reglas nuevas para un juego hace tiempo inventado. Que contradicen el propio juego, además de constituir ese tipo de política de los chamanes que tanto ha obstaculizado a los reformistas en toda época. Reformistas como Errejón mismo pronto descubrirá que es.
José María Ruiz Soroa es abogado.