Javier Lesaca-El País
El triunfo del Estado de Derecho sobre el terrosimo debe contarse de manera eficaz
El 3 de abril de 1996, el FBI arrestó en las montañas de Montana al terrorista Theodore Kaczynski, más conocido como Unabomber. Durante 17 años, Kaczynski sembró el pánico enviando paquetes bomba a través del correo ordinario. Asesinó a tres ciudadanos e hirió a otros veinticuatro. Desde 1979 hasta 1996, el FBI empleó a 150 agentes en identificar a este terrorista que actuaba sin rastro. En 1995, Unabomber remitió un manifiesto de 35.000 palabras a The New York Times y a The Washington Post. Las características lingüísticas de aquel escrito levantaron las sospechas del hermano del terrorista, quien contactó con las autoridades. Un grupo de agentes del FBI trabajó durante un año en una técnica nueva: el análisis forense del lenguaje, con el objetivo de demostrar ante un juez que el autor del manifiesto era Kaczynski.
El arresto de Unabomber ha pasado a la Historia y forma parte del imaginario colectivo de Estados Unidos. La brillante operación del FBI es un episodio más de la narrativa que articula la cohesión social y política de la nación-Estado. Los agentes que participaron son nuevos héroes contemporáneos que simbolizan y renuevan el contrato social de las instituciones públicas con las nuevas generaciones de ciudadanos.
Pero no ha sido por casualidad. Las autoridades públicas no han escatimado recursos para poner en valor el trabajo del FBI. La cabaña donde vivía Kaczynski fue trasladada al Museo de las Noticias en la calle de Pensilvania de Washington DC, a medio camino entre el Capitolio y la Casa Blanca. El museo cuenta con una sección interactiva y multimedia donde se exponen las mejores operaciones de la historia del FBI; la página web del FBI incluyó la historia de Unabomber en una web donde explica sus mejores operaciones; el Canal Discovery Chanel ha producido una exitosa serie disponible en Netflix donde se noveliza la historia del agente que logró identificar a Kaczynski.
La narrativa transmedia generada en torno a esta operación forma parte de una política de Estado y una cultura política que pone en valor el servicio de las instituciones y funcionarios públicos que trabajan por defender el Estado de derecho en Estados Unidos.
España ha luchado durante sesenta años contra ETA. Funcionarios anónimos han dedicado todos sus esfuerzos (incluso sus vidas y las de sus familias) en operaciones que nada envidian a la historia de Unabomber. La liberación de Ortega Lara en 1997; la detención de la cúpula de ETA en Sokoa en 1986; la operación contra la cúpula de ETA en Bidart en 1992; la detención de Txeroki y de los autores del atentado de la T4 en noviembre de 2008… Detrás de cada una de estas operaciones (entre otras muchas) se esconden historias de auténticos héroes contemporáneos de España. Funcionarios españoles que han protagonizado historias dignas de las más aclamadas producciones de Hollywood.
Las víctimas del terrorismo han sido los otros grandes protagonistas de la historia del final de ETA. Un total de 855 familias destrozadas, de las cuales, ninguna ha buscado la venganza o ha fomentado el odio. Todas han confiado en el Estado de derecho y en la Justicia, a pesar de que 358 de estas familias aún no saben quién asesinó a sus seres queridos. Es justo reconocer que ETA ha sido derrotada policialmente. Sin embargo, también es cierto denunciar que, en el plano comunicativo, la iniciativa narrativa la está liderando la organización terrorista. ETA no solo se ha librado de la fotografía de su derrota, sino que comunica de manera eficaz sus mensajes. Un mensaje donde la propia ETA y sus miembros (los presos), la izquierda abertzale y el nacionalismo vasco se están posicionando como los “artesanos de la paz”.
La derrota de ETA y el triunfo del Estado de derecho deben contarse de manera eficaz. La memoria colectiva no se construye con declaraciones institucionales y textos en pdf. La opinión pública se crea en plataformas de entretenimiento como Netflix: en series; en películas; en novelas; en exposiciones interactivas… en definitiva, en la cultura. Ganar la batalla cultural a ETA requiere políticas de Estado. Es una necesidad política en un país carente de narrativas contemporáneas que generen consenso y cohesión social. La confianza en las instituciones públicas necesita nuevos héroes y símbolos que construyan una Historia común. Libros como Patria o Sangre, sudor y paz marcan el camino a seguir, pero aún queda mucho por hacer. El zulo de Ortega Lara aún permanece cubierto de hormigón.
Javier Lesaca es periodista y escritor. Ha publicado Armas de seducción masiva.