EL CORREO 02/03/14
JAVIER ZARZALEJOS
· El debate en torno a la eventual separación de Escocia está adquiriendo tonos y contenidos de una confrontación cada vez más intensa
El secesionismo catalán ha aprovechado el caso de Escocia no sólo para presentarlo como un precedente legitimador de sus pretensiones sino como un ejemplo de debate político. Según esto, la serenidad del debate sobre la eventual separación de Escocia contrastaría con la crispación y los malos modos mesetarios de la política española. La civilizada confrontación de argumentos racionales superaría de largo en calidad democrática a las descalificaciones y las advertencias apocalípticas con las que se desempeñan los que se oponen a la separación de Cataluña. El Reino Unido vendría a ser como una pareja de adultos razonables que hablan serenamente de las consecuencias del desamor mientras que por aquí, los españoles de sangre caliente se lo toman como un episodio pasional de agravio, engaño y despecho.
Sin poner en cuestión la consistencia democrática e institucional de la política británica, esta visión se alimenta de la imagen que el catalanismo ha cultivado de sí mismo como políticamente superior a la forma en que se hace política en ‘Madrid’, el famoso ‘manca finezza’ que Andreotti creía ver en la política española y del que el nacionalismo catalán no se daba por aludido. Pero también ese análisis displicente es en alguna medida un precipitado anacrónico de los lugares comunes que persisten en el mundo anglosajón sobre una España en la que tantos analistas británicos necesitan encontrar los vestigios de ese exotismo que les atraía de nuestro país que veían virulento, proclive a la confrontación civil y escasamente dotado para la vida productiva en común.
Pero las cosas no son exactamente así. No sólo la Transición democrática desmintió esas versiones extremas del excepcionalismo español. La integración europea, la lucha contra el terrorismo dentro de la legalidad, la transformación autonómica del Estado son procesos que no se explican con las ideas de un país de gentes primarias, intolerantes y ofuscadas. Para recordarlo como mérito propio no hay que restar valor a lo que Gran Bretaña representa como cuna del parlamentarismo, las lecciones permanentes que se extraen de su dinámico debate político, la capacidad para revitalizar las instituciones y un sentido cultural del ‘fair play’ que alienta el juego político. Se entiende, sin embargo, que el caso de Escocia resulte más presentable que el tratamiento que se dio a la reivindicación independentista irlandesa, incluida la militarización de Ulster, y eso que para la mayoría de por aquí no había duda en hablar del IRA como un grupo terrorista mientras que ETA se traducía al inglés como el «basque separatist group». Y se entiende también que mientras se elogia la flexibilidad del sistema político británico para delegar poderes refrendatarios en la asamblea escocesa, se olvide que esa misma flexibilidad es la que permite al Gobierno de Londres suspender una autonomía sólo con su mayoría parlamentaria y sin otro trámite como ya hizo con Irlanda del Norte.
Tampoco las cosas son exactamente como se quieren retratar porque el debate en torno a la eventual separación de Escocia está adquiriendo tonos y contenidos de una confrontación cada vez más intensa y desabrida. Londres ha desplegado artillería argumental de grueso calibre y la munición dialéctica es rompedora: Escocia fuera de la libra y de la Unión Europea, la explotación del petróleo del Mar del Norte y la deuda. A los objetivos estratégicos del Gobierno Cameron contribuye el empeño de los nacionalistas escoceses en intentar convencer a los votantes de que tienen al alcance de su mano una independencia ‘low cost’ en la que podrán acceder a lo mejor de los dos mundos. Aseguran que Escocia seguirá en la libra, que la reina Isabel y sus sucesores continuarán veraneando en Balmoral porque se mantendrán como jefes del nuevo Estado y que, además, Escocia no tiene por qué asumir cuota alguna de la deuda británica. En resumen, que Escocia se independizaría del Reino Unido ( a estos efectos Inglaterra) pero el Reino Unido no se independizaría de Escocia. Es este horizonte de ‘independencia asimétrica’ el que está combatiendo el Gobierno británico para subrayar lo que, por otra parte, debería ser evidente para todos. No hay independencia sin traumas, sin consecuencias negativas duraderas, sin desgarros irreversibles, sin costes humanos y económicos que no se justifican en sociedades que comparten un mismo espacio democrático, un sistema de libertades protegidas y extendido sin discriminación, una trayectoria histórica y una herencia cultural de las que han surgido identidades compartidas. Es significativo que este proceso que culminará en septiembre con la celebración del referéndum se empiece a vivir en la política británica con una preocupación creciente, con aprensión a pesar de la confianza en que los nacionalistas no ganarán, con una sensación inquietante de haber abierto la puerta a un serio problema en vez de a una solución. Invocar el principio democrático pero que este sólo alcance a los votantes escoceses es un fundamento dudoso cuando se trata de alterar radicalmente una relación política e institucional que afecta a todos los ciudadanos británicos. Un fundamento dudoso pero que, sin embargo, es el que justifica el plebiscito escocés. Por eso, suena extraño que Cameron pida, por ejemplo, que se respete la unidad territorial de una Ucrania hoy radicalmente dividida ¿Y el referéndum en Crimea? Siempre hay alguien dispuesto a romper que pregunta: ¿qué hay de malo en ello?