Ignacio Varela-El Confidencial
- Una de las peores cosas que pueden suceder en un Estado de derecho es que la separación de poderes degenere en confrontación entre ellos
Uno de los síntomas más preocupantes del “desbordamiento constitucional” del que alerta Francesc de Carreras es la escalada del combate entre los gobiernos de Pedro Sánchez y el poder judicial, agudizada desde que Unidas Podemos se incorporó al Ejecutivo y cristalizó la alianza estratégica del Partido Socialista con los nacionalismos destituyentes.
Una de las peores cosas que pueden suceder en un Estado de derecho es que la separación de poderes degenere en confrontación entre ellos. La separación de poderes garantiza los equilibrios institucionales, previene los abusos y, en último término, protege a los ciudadanos. La confrontación de poderes desordena el Estado y la sociedad, inocula el virus de la arbitrariedad y solo puede tener dos finales: o el Estado estalla y sobreviene el caos, o uno de los poderes se impone a los otros y estamos en el umbral de una quiebra de la democracia. O las dos cosas: Venezuela es el ejemplo vivo de ese doble desastre.
Todos los gobiernos populistas del mundo se enfrentan a la Justicia y tratan de someterla. Y el nuestro es un Gobierno preñado de populismo. Iglesias y Sánchez no solo formaron una coalición circunstancial para una legislatura: trataron de compactar una fórmula de poder con vocación de perpetuarse y hacer la alternancia inviable en la práctica durante mucho tiempo. En el rodaje del artefacto, el PSOE se ha contagiado mucho más de izquierdismo populista y de nacionalismo disgregador que sus aliados de socialdemocracia, y no está claro que ese proceso tenga vía de retorno.
El populismo se enfrenta a la Justicia porque mantiene con el principio de legalidad una relación problemática —cuando no antagónica— que se expresa en la perversa dicotomía entre ley y democracia (como si una fuera posible sin la otra). Porque sostiene que su legitimidad es superior a cualquier otra y tolera con dificultad las limitaciones externas al despliegue de su poder.
Y en el caso de esta coalición de gobierno, porque, a partir de cierto punto, el marco constitucional se ha convertido objetivamente en un estorbo para los designios y compromisos políticos que la sostienen. Un obstáculo al que no se puede derribar formalmente, pero que puede y debe ser sobrepasado en la práctica: el desbordamiento del que habla De Carreras.
La Justicia se enfrenta a los gobiernos y regímenes populistas de forma reactiva. Primero, cuando se siente agredida y sometida a acoso. Después, cuando se percibe a sí misma como el único y último valladar del imperio de la ley, lo que, a su vez, la conduce a la beligerancia, que es el terreno que jamás debe pisar sin traicionar su naturaleza.
La lista de desafueros jurídicos cometidos por este Gobierno resulta abrumadora. Sus vaivenes durante el juicio del ‘procés‘, siempre ligados a su relación de dependencia política con los partidos de los procesados. La designación de la ministra más sectaria como fiscal general del Estado. El maltrato contumaz al principio de jerarquía normativa (se ha llegado a modificar leyes orgánicas por órdenes ministeriales). La suplantación del procedimiento legislativo ordinario (el de los proyectos de ley) por el excepcional (el de los decretos-leyes). El sucio señalamiento al Tribunal Supremo y al Constitucional, presentados ante el país como enemigo del diálogo y la concordia (el primero) y como promotor de los contagios (el segundo). En la pandemia, se ha cargado sobre los jueces la incuria del Gobierno y del Parlamento, obligándolos a actuar como legisladores y epidemiólogos. Definitivamente, los gobiernos de Sánchez han abrazado con pasión la teoría del uso alternativo del derecho, que es la negación del derecho mismo.
Siendo todo eso cierto, aparecen síntomas preocupantes en la reacción de los órganos judiciales. Personalmente, coincido con el Tribunal Supremo en su oposición a los indultos y discrepo de la sentencia del Constitucional sobre el estado de alarma. Pero eso es lo de menos. Ambos textos contienen juicios y expresiones que van mucho más allá de la estricta función jurisdiccional, contienen opiniones políticas completamente inadecuadas (lo que no las hace inciertas) y transmiten una agresividad más propia de un combate político que de un ejercicio de arbitraje judicial.
El poder judicial tiene motivos sobrados para estar hasta el gorro de los desmanes jurídicos y los desafíos del Ejecutivo, así como del marasmo del Parlamento. Pero además de ser imparcial, hay que parecerlo. El tono y la letra de algunas resoluciones recientes ayudan poco a ello. Se puede —se debe— desaconsejar los indultos sin hablar de autoindultos y sin especular sobre servidumbres derivadas de alianzas políticas, y se puede —se debe— impugnar el decreto del estado de alarma sin reclamar una ley de pandemias, que es algo que pertenece íntegramente al espacio de las decisiones políticas del Gobierno y del Parlamento.
Con todo, lo más corrosivo es el secuestro partidista de los órganos constitucionales —singularmente, del propio órgano de gobierno del poder judicial—, que, salvo que algo lo remedie en las próximas semanas, puede prolongarse hasta el final de la legislatura creando una situación inasumible de rebeldía constitucional. Todos los argumentos esgrimidos por las partes son excusas embusteras, encubridoras de ambiciones obscenas. Lo cierto es que Sánchez saliva ante la perspectiva de hacerse con el control político del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, y Casado no está dispuesto a permitirlo bajo ninguna circunstancia, aunque ello suponga el bloqueo institucional del Estado.
En los próximos meses, este Gobierno recorrerá un merecido calvario judicial. Se anuló el primer estado de alarma y es probable que se anule el segundo, dejando en un limbo de dudas toda la normativa derivada de ambos. El Tribunal de Cuentas (que no es “una instancia administrativa”, señor Sánchez) no se dejará regatear fácilmente por los independentistas malversadores. Los toques de queda de la quinta ola decretados por los gobiernos autonómicos serán desautorizados, con mucha razón. Lo de Ábalos y el regalo indecente a Plus Ultra es el aperitivo de lo que viene detrás. El PP (al que también le espera lo suyo) festejará cada bofetón judicial al Gobierno como si fuera Nochevieja, y no perderá ocasión de utilizarlo como ariete de demolición política.
Degradado el Parlamento a la condición de adefesio inútil y estentóreo, la Justicia se ha convertido en el escenario central de la batalla política en España. Su control —en su defecto, su neutralización— es el oscuro objeto del deseo de todos los dirigentes políticos del país. Lo que es aún peor, los propios jueces parecen haberse sumado a la batalla, aunque sea en defensa propia. O alguien consigue detener esta calamidad ya mismo, o pronto será tarde.