José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- El 155 lo votaron el PP y el PSOE y durante el Gobierno de Sánchez la fiscalía y la abogacía del Estado acusaron por rebelión y sedición. El discurso del Rey fue político y constitucional
Se ha escrito —un politólogo estrechamente vinculado a Yolanda Díaz— en la página más noble de la sección de opinión del diario El País del pasado 15 de noviembre —¿el medio es el mensaje?— lo siguiente: «El discurso del rey Felipe dos días después [del 1-O] no solo cerró cualquier posibilidad de reconducir la situación políticamente, sino que además envalentonó a las derechas en su voluntad de dar un escarmiento final y definitivo a los independentistas catalanes mediante el uso de la vía penal».
Este párrafo es una bofetada retrospectiva al monarca a propósito de una vivísima defensa de la reforma del Código Penal para la supresión de la sedición y, tal vez, también de algunas modalidades de malversación. Pero las bofetadas dialécticas retrospectivas son admisibles cuando no se altera la realidad de los hechos. No se ajusta a la realidad afirmar que el jefe del Estado incitase a ningún tipo de «vía penal» —léase el discurso y se comprobará, una intervención que fue consultada por la Casa del Rey con Pedro Sánchez y Miquel Iceta, entre otros dirigentes políticos— y tampoco es verídico que «envalentonase a las derechas» porque el hoy presidente del Gobierno, a lo largo de 2018, se mostró contundente en su apreciación de que se había cometido una rebelión y de que jamás cerraría acuerdos con los independentistas.
A mayor abundamiento, los 43 senadores del PSOE en la Cámara alta votaron favorablemente las medidas del Gobierno de Rajoy al amparo del artículo 155 de la CE que intervinieron la autonomía de Cataluña, suspendiéndola con la total aquiescencia del PSOE que presentó su posición al respecto como de Estado, compartiendo el reproche político y penal contra los secesionistas por los hechos tanto del 27 de octubre como por las leyes de desconexión del 6 y 7 de septiembre anterior —recuérdese el fogoso y justificado discurso de Joan Coscubiella— y por el referéndum ilegal del 1-O de 2017.
Pero no solo eso. Con el Gobierno de Pedro Sánchez en 2019, la fiscalía general del Estado —de la que era titular María José Sagarra, nombrada por el Gobierno socialista en el que figuraba como ministra de Justicia Dolores Delgado— imputó a los procesados delitos de rebelión y la abogacía del Estado de sedición y malversación.
La ejecución de la sentencia se produjo también bajo el Gobierno de Pedro Sánchez, que cambió radicalmente de opinión a raíz de la insuficiencia parlamentaria obtenida de las elecciones de 10-N de 2019: formó una coalición que prometió no acordar con Pablo Iglesias y cuajó una mayoría de investidura cuyos socios principales resultaron ser ERC y Bildu.
La ejecución de la sentencia se produjo también bajo el Gobierno de Pedro Sánchez, que cambió radicalmente de opinión
El propósito de involucrar ahora al Rey, cargando contra él para blanquear a los sediciosos, tiene la lógica de la argumentación destituyente que se percibe en el ambiente político español. La monarquía parlamentaria adquiere su mayor sentido en países en los que la cohesión territorial es controvertida y hasta precaria, como ocurre en Bélgica, o en permanente equilibrio, como en el Reino Unido. Por eso, la Corona española es el factor institucional suprapartidista y constante que se sitúa en la cúspide del Estado, con una lógica histórica similar a la de otros países con cuestiones territoriales sin resolver definitivamente. Y esa significación es contraria a los independentismos y a determinada izquierda revisionista.
El Rey carece de poderes ejecutivos, pero tiene espacios de intervención y, como escribe el constitucionalista Javier Tajadura (La jefatura del Estado parlamentario, editorial ATH), «el jefe del Estado no es solo el representante jurídico del Estado, sino ante todo y sobre todo el representante simbólico de la unidad política estatal». Este académico, apoyándose en las tesis de otros, entre ellos en las del catedrático Torres del Moral, reivindica para el Rey lo que denomina «derecho de mensaje y función comunicativa», una facultad que está implícita en sus competencias de moderar y arbitrar las instituciones.
Tajadura recoge el criterio del fallecido Julián Marías, senador por designación real, según el cual «me parece fundamental que, en casos de discordia, en casos de perturbación, en casos en los que aparezca una situación divisiva o peligrosa, haya una voz que no sea partidista, que no sea la de un político que pueda dirigirse a la totalidad del pueblo». Otro eminente administrativista como Eloy García reivindica la función comunicativa del Rey y escribe: «La función comunicativa del rey español consiste en trasmitir a la sociedad en imágenes la creencia de que la democracia es integración, de que las diferencias sociales y territoriales no pueden llevar a convertir la vida política en un mercado de intercambio […] en que hay un Estado que es de todos y que sirviéndolo se sirve al interés general».
La Corona española es el factor institucional suprapartidista y constante que se sitúa en la cúspide del Estado
Y Herrero de Miñón considera que la Corona «ha funcionado como magistratura de excepción para las crisis». La última aportación en este mismo sentido es del letrado del Consejo de Estado, Leopoldo Calvo Sotelo Ibáñez-Martín (La Corona en España. Esfera de los Libros, 2022), que entiende la institución como una «magistratura de influencia».
Toda una teorización que huye de los reduccionismos lleva a Javier Tajadura y a otros constitucionalistas y administrativistas con él, a considerar que la «intervención del Rey [el 3-O] resultó decisiva en tanto en cuanto fue el detonante para que el Gobierno —previa autorización del Senado— depusiera al Gobierno rebelde y asumiera el control de la comunidad autónoma de Cataluña». Ese derecho de mensaje del jefe del Estado es de carácter político, se produce como desarrollo de una «magistratura de excepción» y responde a la defensa de la Constitución. Su artículo 155 es una cláusula de coerción federal pero no una medida penal sino estrictamente política.
La reforma del Código Penal que impulsa el Gobierno y sus socios para lograr una impunidad máxima de los condenados por sedición, y cuatro de ellos también por malversación, nada tiene que ver con el mensaje de Felipe VI. El monarca cumplió con su obligación y apeló a los poderes del Estado para el restablecimiento de la normalidad democrática, un llamamiento que atendió el Gobierno de Rajoy y el PSOE de Pedro Sánchez. Ni reclamó sanciones penales ni envalentonó a nadie.
El monarca cumplió con su obligación y apeló a los poderes del Estado para el restablecimiento de la normalidad democrática
PP y PSOE votaron las medidas del 155 y, en lo esencial, estuvieron de acuerdo en la comisión de ilícitos penales en los hechos de septiembre y octubre de 2017. Por eso, traer a colación torticeramente el discurso del 3-O de Felipe VI en las actuales circunstancias es un intento de erosionar la Corona cuando es la instancia institucional de mayor garantía de integración y de conciliación nacional. Algunos están dispuestos a empuñar la piqueta y a no dejar piedra sobre piedra del sistema constitucional que ha entrado en una grave fase de precariedad.