Ignacio Camacho-ABC
- Con la normalización de la radicalidad en la política española, el sanchismo ha fabricado la palanca de su derrota
Por si a alguien se le ha olvidado, Pedro Sánchez llegó al poder gracias a una moción de censura que necesitó el respaldo de Podemos, los posterroristas vascos y los separatistas catalanes que acababan de sublevarse contra la integridad del Estado. En las primeras elecciones de 2019 tuvo a su alcance un acuerdo con Ciudadanos que le garantizaba una mayoría de 180 escaños. Lo desdeñó y prefirió volver a las urnas antes que firmarlo. Como tampoco obtuvo el resultado previsto, se abrazó a Pablo Iglesias y negoció un indulto para obtener el apoyo del independentismo, al que una vez investido añadió más tarde el de Bildu. Éste último no lo necesitaba para aprobar los presupuestos: fue un capricho, un ‘tour de force’ antojadizo cuyo precio consiste en conceder a los presos etarras una serie de beneficios penitenciarios progresivos. Su Gobierno se asienta sobre un ejercicio de hibristofilia en sentido estricto: atracción morbosa por personas responsables de graves delitos.
Con estos antecedentes se permite execrar la alianza del PP con Vox en Castilla y León, que una simple abstención del PSOE podía haber evitado. No lo hizo porque la única baza a la que el presidente fía la continuidad de su mandato radica en agitar el espantajo de ese pacto. De hecho nada desea más que verlo reproducido en Andalucía y luego en otras autonomías y ayuntamientos. Algunos intelectuales de cámara llevan algún tiempo entregados a la tarea casi teologal de discernimiento entre la presunta naturaleza ilegítima de Vox y la no menos supuesta superioridad moral de Podemos, partido que según ellos no pone en peligro ningún pilar sistémico. (Sobre Bildu y el soberanismo insurrecto guardan por ahora un pudoroso silencio pero quizá pronto se atrevan a sugerir que el sanchismo los ha convertido al credo constitucional con su espíritu de perdón evangélico). El mensaje de fondo es muy elemental y se basa en el solo criterio de que todo lo que haga la derecha es intrínsecamente malo y lo que haga la izquierda se vuelve bueno por la simple razón de provenir del bando correcto.
No es una broma, como le preguntó Feijóo a Angels Barceló con tono de sorpresa zumbona. Se trata de una convicción sin atisbo de intencionalidad irónica, arraigada en la autoatribución de una facultad taumatúrgica, milagrosa, para arrogarse la propiedad exclusiva de la Historia. La etiqueta de progresista colgada sobre cualquier proyecto contra la convivencia basta para bautizarlo en la fe redentora, en la causa apostólica cuyos creyentes jamás se equivocan. Ellos juzgan el bien y el mal, la verdad y la mentira, la herejía y el dogma, la pertinencia y la inconveniencia, la sazón y el agraz, el olvido y la memoria. Pero esta vez su sectarismo se les ha vuelto en contra. Con la normalización de la radicalidad y el populismo en la política española han fabricado la palanca de su derrota.