Ignacio Camacho-ABC

  • La sociedad posmoderna vive inmersa en la cultura de la queja, donde toda transgresión burlesca constituye una ofensa

En la primera novela de Milan Kundera, ‘La broma’, el personaje principal arruina su vida con una leve burla de la nomenclatura comunista que le acaba costando el apartamiento de los estudios y el envío forzoso a trabajar en una mina. El libro también salió caro a su autor, exilado de Checoslovaquia para huir de una persecución política que comenzó cuando ésa y otras obras posteriores fueron incorporadas a la lista negra de lecturas prohibidas. En los regímenes totalitarios la ironía no ha estado nunca bien vista, como en aquella abadía benedictina donde el talento de Umberto Eco simbolizó la obsesión despótica contra el humor y la risa.

En la liberal Inglaterra, la Premier League ha impuesto al futbolista uruguayo Rodrigo Betancur una sanción muy grave por vacilar a un compañero coreano con el viejo chiste de que todos los asiáticos parecen iguales. El jugador imploró perdón al verse en el eje de una tormenta pero de nada le sirvió retractarse: las ceñudas autoridades deportivas han considerado que se trataba de una ofensa racista inaceptable aunque no tuviera intención insultante. Siete partidos de suspensión le han caído para que vaya aprendiendo a dominar sus instintos estereotípicos. Y hay precedentes: otro colega, éste portugués, tuvo que pagar cincuenta mil libras y someterse a un curso reeducativo por añadir el emoticono jocoso de un conguito a un comentario en las redes sobre un componente negro de su propio equipo.

Es evidente que existe un prejuicio subconsciente de dominancia étnica y cultural en esta clase de chanzas. El problema es la ausencia de contexto en los veredictos de unas instituciones y una opinión pública imbuidas de susceptibilidad extremada. El movimiento ‘woke’, término extensivo que sirve de paraguas a cualquier clase de reivindicación, sensata o hiperbólica, de índole identitaria ha perdido muy pronto su razón justa para devenir en una nueva forma de intolerancia catalizada a través de tribunales populares acostumbrados a emitir sentencias arbitrarias y a ejecutarlas mediante lapidaciones espontáneas. La cancelación se ha convertido en arma coercitiva de una inquietante modalidad discrecional de censura contemporánea.

En este sentido, el humor ha caído bajo sospecha, al margen de que vaya envuelto en expresiones de grosería o de delicadeza. Batallones de presuntos ofendidos imponen con su intransigencia una visión del mundo adusta, amarga, severa, para la que toda transgresión satírica, cómica, burlesca o simplemente cándida de sus suspicaces códigos constituye un agravio o una falta de respeto merecedores de condena sin presunción de inocencia. La sociedad posmoderna se toma demasiado en serio a sí misma porque vive inmersa en la cultura del reproche y de la queja. Y en esa híspida filosofía de la vida como tragedia perpetua ha olvidado las virtudes emancipadoras de la risa aristotélica.