LORENZO SILVA-EL CORREO

  • Hay quienes confían en que degradar el debate de todos servirá a sus objetivos

Qué cosa puede ser más digna de maravilla que las gentes extrañas y de diversas lenguas verlas concertadas por la buena conversación de los hombres?» Esta pregunta la formulaba hace poco más de 500 años el fraile trinitario burgalés Alonso de Castrillo en su ‘Tratado de república’, poco antes de afirmar que gracias a esa conversación «los semejantes en costumbres engendran semejantes los corazones, y esta es causa por donde diversos corazones se convierten en un mismo corazón», y que este «co-razón compuesto de muchos corazones es más soberano y tiene mayor poder que los muchos corazones derramados por diversidad de costumbres». Tenía Castrillo buenas razones para abogar de este modo por el consenso y el intercambio político cordial, después de ver su ciudad desgarrada por una cruenta reyerta civil con motivo de la Guerra de las Comunidades.

Tras su elogio de la conversación como lugar de encuentro entre los hombres y fundamento de la solidez de la república, sostiene Castrillo que aquella debe ser «justa y honesta y no cautelosa, porque no hay cosa tan aborrecible como si el hombre desea parecer más bueno por engañar más» y «cierto es que mayor agravio y mayor injuria nacen del engaño que no de la fuerza». Y para que quede claro, remacha: «Por la igualdad y la limpieza de la conversación se hacen los hombres semejantes en las costumbres, que ninguna cosa es tan valiosa para sostener y conservar la compañía humana».

Le asalta a uno últimamente la duda respecto de si esa república o comunidad de ciudadanos que formamos todos los españoles no ha prescindido, ya sin disimulo, de estas cabales advertencias. Si nuestra conversación, en fin, además de cada vez más incivil, es menos limpia, menos justa, menos honesta, más cautelosa en el mal sentido.

Hay entre nosotros, parece evidente, quienes confían en que degradar así la conversación de todos les servirá para alcanzar sus objetivos. La pregunta es si los demás estamos dispuestos a consentirlo, si nos resignamos a que se se salgan con la suya o nos esforzamos por recobrar el diálogo transparente y leal que nos hace iguales y a la vez más fuertes y soberanos.

No está de más recordar aquí el concepto de «pueblo» que Castrillo le toma prestado a otro erudito hispano, San Isidoro, tan lejano de la propuesta divisiva de nuestros populistas de hoy: una «concorde compañía de la multitud humana» acompañada de «un consenso de justicia». Qué triste es que nos cueste tanto ver lo que ya vio y escribió, tan diáfano, un paisano de hace catorce siglos.