LA PRÓXIMA burbuja que estallará en España, y en cualquier lugar con wifi, no será la del ladrillo sino la de la sospecha. Cuando el pastor del Lacio veía el relámpago y oía el trueno, sabía que Júpiter se había enfadado. Cuando el aborigen digital lee que ha bajado el paro, que la inmigración beneficia a la economía o que a una presentadora le gustan los escotes, su alma rústica pero taimada de aldeano global deduce pronto que el Gobierno miente, que los bárbaros vienen a robarle la identidad y que los directivos de televisión chulean a doncellas sin conciencia de género. A este estadio en que la pregunta de Groucho –«¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?»– ha dejado de ser un chiste lo llaman posverdad, que no es más que la rehabilitación general de los prejuicios. Pero la fe en la posverdad necesita primero de la sospecha preventiva, especialmente sensible a la voz institucional, al oprobioso agente del establishment. Ockham metido a tuitero no necesitaría una navaja sino una motosierra.
Que nuestro cerebro ve lo que quiere ver y no lo que tiene delante ya no es una novedad científica, pero el 2016 la ha elevado a novedad política. Para este año se prevé que los pulmones cibernéticos que inflan la burbuja de la sospecha sigan soplando. Hoy no creemos en la libertad, pese a que nunca nos ofrecieron más opciones; ni en la prosperidad, pese a que ninguna generación disfrutó de tantos bienes; ni en la paz, pese a que jamás vivimos más seguros. No es libre ningún periodista, porque todos reciben la consigna que condiciona su empleo. No es honrado ningún político porque protege su interés de casta, vieja o nueva. Un autor de éxito no puede serlo de mérito. Nuestra sociedad al completo es un teatro de marionetas. ¿Quién maneja los hilos? Escoja usted al candidato que más sospechas le infunda: Cebrián, Soros, el neoliberalismo, Florentino, Bilderberg, Madrit, el mundialismo, el Ibex, el franquismo latente, algún italiano, la socialdemocracia, el heteropatriarcado, la masonería, el 78, los buenos viejos tiempos, la profesora y la indiscutible manía que le tiene al niño. Hasta la ANC confía más en la magia de Melchor que en la eficacia del Procés.
La escuela de la sospecha, al decir de Paul Ricoeur, tuvo tres maestros: Marx, Freud y Nietzsche. Los tres negaron la libertad humana, cada uno según su obsesión. Marx nos enseñó a sospechar del libre albedrío porque todos somos rehenes de nuestra clase económica. Freud nos explicó que lo único libre en nosotros es el subconsciente, porque la sociedad reprime nuestros instintos cuando estamos despiertos. Y Nietzsche nos señaló las cadenas de nuestra debilidad moral, que frustran nuestra vocación de superhombres. Hoy sabemos que los tres se equivocaron dramáticamente, pero sus mitologías parecen inmortales. ¿Quién será tan aburrido de preferir los hechos disponiendo de ficciones tan excitantes?
El invento de Tim Berners-Lee no sólo no ha prestigiado la razón sino que la ha convertido en una fantasía dieciochesca. El animal humano sigue desconfiando de su propia inteligencia: se siente más cómodo sospechando que fuera de la cueva el mundo está lleno de cabrones con pintas que planean joderle. Incluso el líder del tercer partido más votado de España ha vuelto a conversar con los leños, en una regresión temporal que tiene sumidos en la nostalgia a los bisontes de Altamira.
Usted sospeche. De usted no se ríe ni su padre. Un día acertará.