Ignacio Camacho-ABC
- El suspiro de alivio se ha oído más en Europa que en la propia Francia, donde mucha gente ha votado a Macron de mala gana
El proyecto europeo se ha salvado por ahora gracias a la burguesía francesa. Han sido las clases urbanas altas y medias las que desde su cierta comodidad vital y su formación académica han frenado a un populismo capaz de devorar de un golpe a los partidos dinásticos de la derecha y la izquierda. El suspiro de alivio se ha oído más en las capitales comunitarias que en la propia Francia, donde la mitad de los votos de Macron se han emitido de mala gana, a rastras, y donde quedan demasiados problemas sin resolver como para celebrar nada. Una gran parte del sufragio popular agrario y obrero, de los perdedores de la crisis, se ha ido con Le Pen y su propuesta iliberal, antiglobalista y autoritaria. Alain de Benoist, el maestro pensador de la ‘nouvelle droite’, decía días atrás en ABC que al presidente lo sostienen las élites de la nación, como si eso le restara legitimidad política. Como si no fueran las élites, entendidas en sentido amplio, las que tiran de los países y les dan estabilidad institucional, liderazgo social y capacidad de iniciativa. Esas capas dinámicas son las que le han concedido a la V República una prórroga, quizá la última, para que intente recuperar la cohesión perdida en décadas de anquilosamiento estatalista, autocomplacencia y abulia cívica.
Y el modelo electoral, claro. El ‘ballotage’ sin el cual Francia sería ahora mismo ingobernable. Con el resultado de la primera vuelta extrapolado a un régimen parlamentario no habría manera de componer una mayoría de Estado; sólo alianzas precarias a merced del capricho de fuerzas residuales y agitadores radicalizados. La doble ronda gaullista impone la teoría del mal menor y atornilla el sufragio pragmático. También estimula el voto de rechazo pero al menos obliga a que los apoyos y los pactos se formulen antes de las urnas para que los refrenden los ciudadanos y evita que el poder sea objeto de un reparto urdido en cabildeos de despacho. Ya van tres veces en que el método ha servido de freno a un extremismo de sesgo aventurero, y en las tres ha estado la mal avenida familia Le Pen por medio. Puede que no haya más: Macron tiene un quinquenio para hacer los cambios que recompongan el orden liberal y aplaquen el descontento. Si no encuentra un sucesor y una manera de convertir en organización sólida lo que hasta ahora no es más que un movimiento habrá serio -y contagioso- riesgo de fracaso sistémico.
Como todos los dirigentes que han visto en peligro su victoria, el mandatario reelegido ha prometido tomar nota, atender el clamor de reformas y dedicar su nuevo mandato a satisfacer las demandas de una sociedad quejosa. La clásica, manida cantinela de la restauración de la concordia pronunciada todavía con el cuerpo temblando tras la zozobra. El mantra contrito de «he escuchado el mensaje de las urnas». Debería, sin duda alguna. Pero no lo hará. Nadie lo hace. Nunca.