Arcadi Espada-El Mundo
Mi liberada:
Oriol Junqueras y su cohorte de males no dan crédito a lo que está pasando. Y es que sigue en la cárcel a pesar de todo. A pesar de todo tiene una apariencia abstracta, pero el propio autor ha concretado. El 7 de diciembre Junqueras escribió una carta a los periódicos, por el destinatario interpuesto de sus hijos, donde refulgían unos párrafos inequívocos. Los primeros hacían referencia a su calidad intelectual: «Quiero que sepáis que he dedicado mi vida al estudio y a la investigación, a la escritura, a la docencia y a la representación política de mis conciudadanos. He cursado estudios en cuatro programas de doctorado, he hecho dos másters y una tesis doctoral. He dado clases de asignaturas muy diversas a alumnos de once titulaciones universitarias diferentes. He escrito docenas y docenas de artículos de divulgación, centenares de programas de radio, artículos de investigación y un puñado de libros».
El objeto de esta carta que te escribo no es desentrañar la notabilísima porción de bullshit que tiene esta fe de vida de Junqueras y mucho menos escarbar en la intertextualidad de su tesis doctoral. O sea que si te parece pasaremos del sentido a la sensibilidad. A otro de sus párrafos: «Vuestro padre es una buena persona, una persona honrada y trabajadora, que ama fervorosamente la bondad y a las personas. Y que, en medio de este amor, a quien ama más del mundo es a vosotros y a vuestra madre». Solo recordar, por si te mareó el olor a nardos, que este párrafo sobre Junqueras está escrito por Junqueras. Y acaba como acaba: «Os quiero como todos los padres quieren a sus hijos… y con toda la modestia me parece que un poco más». Es decir que, a la manera intrínsecamente catalana, Oriol Junqueras i Vies es más que un padre.
Así pues, ¿cómo es posible que un hombre que ha cursado estudios en cuatro programas de doctorado, que ama fervorosamente la bondad e incluso a las personas y que quiere a sus hijos (un poco) más que cualquier otro padre, siga en la cárcel? La respuesta, naturalmente, es que Junqueras sigue en la cárcel no por lo que es sino por lo que hizo y por lo que los jueces presumen que podría hacer. Su copiosa correspondencia, reproducida puntualmente por los periódicos nacionalistas, o su declaración del jueves ante los miembros del Supremo: «Yo soy un hombre de paz», son un concentrado particular de la gran farsa nacionalista: los catalunyenses exigen ser juzgados, tanto por los jueces como por la Historia, por lo que son y no por lo que hacen. Es irrelevante, por poner un ejemplo, que durante el asalto a la democracia que llevaron a cabo en otoño incumplieran, también violentamente, la ley. Los catalunyenses son pacíficos demócratas. Quia pacíficos: fervorosos; y cualquier juicio sobre sus actividades debe partir de tal apriorismo axiomático.
La estrategia de defensa nacionalista solo es una supuración insolente de la política de identidad. Nada insólito ni suspendido en el vacío sino firmemente incrustado en el peor barro de nuestro tiempo. La arquitectura de la convivencia democrática establece que las personas son juzgadas, social y penalmente, por sus hechos. No son juzgadas ni por ser varones ni por ser españoles ni por ser miembros del Partido Popular. Ni siquiera por ser pedófilos: la ley solo juzga la acción pedófila. Correlativamente las mujeres, los nacionalistas, los homosexuales o las personas de izquierdas no deben gozar de ningún atenuante ontológico a la hora de que sus hechos sean juzgados. Esta arquitectura elemental está en peligro, y cada vez en mayor peligro. Entre otras razones, porque es más fácil proyectar grandilocuentes mentiras o hediondas calumnias sobre el ser que sobre el hacer.
Ojalá solo se tratara de la anécdota local y pastosa del recluso Junqueras. Hace un par de días el Post publicaba con todos los honores un impresionante artículo de un Richard Morgan del que bastaba el titular: «Woody Allen está obsesionado con las adolescentes». Morgan dice que se ha leído todo el archivo del cineasta, depositado en la Universidad de Princeton. E inyecta párrafos como este: «No hay nada criminal en la fijación de un hombre de 82 años con las de 18 y no es tan malo como ‘sacarse el pene de repente’, previo cierre del despacho con un botón escondido. Pero es profunda y anacrónicamente indecente. Además, Allen no parece preocuparse en absoluto de mejorar o cambiar de alguna manera. Vive, piensa y crea como lo hacía en los setenta, hace casi medio siglo». Más allá del diagnóstico de que Allen (que acaba de estrenar, por cierto, una obra maestra) necesita mejorar, la clave del párrafo son estas cuatro palabras: «No es tan malo». Morgan percibe el escalón entre el ser y el hacer, pero no duda de que, aun en menor grado, el ser delinque. De hecho esa es la torva declinación principal de su artículo, que extiende hasta la evaluación artística de Allen: un hombre que es así solo puede producir obras así, así. Morgan pretende refugiarse en el aserto razonable de que la obra es inseparable de la biografía. Y así es; pero para explicarla y no para juzgarla. Sus sacrificados lectores podemos establecer, como hacía ayer nuestro Tadeu, una relación hipotética entre los abusos sexuales que Morgan dice que sufrió y la desgraciada escritura de este artículo. Pero sería intolerable dictaminar que por esos abusos abominables el artículo es abominable y, en consecuencia, ni siquiera hace falta leerlo. En modo alguno: en cuanto a su abominable carácter el artículo se defiende solo.
El repudio ontológico de Allen tiene, por lo demás, una extensión palmaria. Hace tres años, Christian Rudder publicó un documentado artículo en el Guardian sobre el carácter corriente, y hasta vulgar, de los archivos de Allen. Rudder tenía una autoridad indiscutible para hacerlo, porque fue uno de los fundadores de OkCupid, web de citas. Su análisis no estaba basado en encuestas sino, decía, «en millones de preferencias demostradas por usuarios» de una edad entre 20 y 50 años. Sobre lo que ahora nos interesa sacaba dos conclusiones irrevocables. Una es que las mujeres, tuvieran la edad que tuvieran, buscaban hombres más o menos de su edad. La segunda es que la mujer de más edad que buscaban los hombres de cualquier edad tenía 24 años. Solo un/a estúpido/a puede observar en estas preferencias una superioridad moral femenina. Pero tal estupidez y la estupidez asociada, de Junqueras a Morgan, es la que trata de hacerse con el gobierno del mundo. Y ello a pesar de que la matanza esencial del que aún es nuestro tiempo destruyó a seis millones de hombres no por lo que hicieron sino por lo que fueron.