Javier Zarzalejos-El Correo
- Quedan lejos los tiempos en los que Boric ambicionaba el liderazgo de la izquierda en América Latina. No habrá transformación estructural de la política
Sostiene Ernesto Laclau en ‘La razón populista’ que el populismo es una construcción discursiva. Tal vez por eso es tan frecuente que se produzca una enorme brecha entre el éxito electoral que han cosechado los discursos indignados basados en la dicotomía entre ‘los de arriba’ y ‘los de abajo’ y los mediocres resultados de sus políticas caracterizadas por el simplismo y la demagogia.
La reciente elección para la convención constituyente en Chile, saldada con el hundimiento histórico de la izquierda populista en el poder, muestra una sorprendente caducidad del populismo representado en este caso por el presidente Gabriel Boric. El conservador Partido Republicano, situado a la derecha de las formaciones tradicionales como la UDI y Renovación Nacional, obtuvo 23 de los 50 puestos del órgano que tendrá que redactar un nuevo proyecto de Constitución. Si además se suman los 11 escaños conseguidos por el centro-derecha, esta confluencia sería suficiente para sacar adelante un nuevo proyecto constitucional sin necesidad de contar con la izquierda, algo por definición indeseable en un proceso constituyente.
Después de que los chilenos rechazaran un proyecto de Constitución de factura izquierdista que contenía todos los temas del discurso populista radical, el hundimiento de la izquierda en esta elección -en la que rige el voto obligatorio- deja a Boric convertido en un zombi político. Esta nueva derrota tiene mucho de amarga aplicación de su propia medicina al populismo de izquierda. Han sido precisamente dos plebiscitos -el de septiembre del pasado año sobre el proyecto constitucional y el de la semana pasada para elegir representantes constituyentes- los que jalonan el colapso de la experiencia populista en Chile. El plebiscito, el artefacto refrendatario predilecto de los populistas para contraponerlo a los procedimientos propios de la democracia representativa, ha demostrado a sus patrocinadores que puede ser utilizado con éxito por otros que también manejan la retórica binaria desde el otro lado.
La izquierda chilena en el poder -hay que recordar los calurosos abrazos en los que los representantes de Podemos se fundían con Boric en los días de su toma de posesión- tiene abiertos todos los frentes que son, además, los más sensibles para aquella. Los pretendidos abanderados del indigenismo afrontan la violenta revuelta mapuche en La Araucanía; los habituales contradictores de la acción policial por represiva se enfrentan a un problema muy grave de inseguridad para el que recuperan las medidas de excepción que denostaban; los alegres portavoces del discurso más buenista sobre la inmigración tienen que gestionar una crisis sin precedentes por la presión de los refugiados venezolanos.
Parece que quedan lejos los tiempos, sin embargo recientes, en los que Boric ambicionaba el liderazgo regional de la izquierda y situarse en la estela histórica de Salvador Allende, precisamente en el año en el que se conmemora el 50 aniversario de su muerte en el Palacio de la Moneda durante el golpe de Estado de Augusto Pinochet el 11 de septiembre de 1973. Como acaba de escribir el analista chileno Roberto Ampuero, «Boric, que se identifica con un Allende que llegó a La Moneda en 1970 con solo el 36% de los votos, exhibe hoy una aprobación del 28%, lo que complica las cosas. La conmemoración no contribuirá a engrandecer la figura de Allende ni la imagen de Boric».
Si se mira a Argentina, autocondenada al fracaso cíclico que le inflige el peronismo; a Perú, donde el expresidente Castillo sirve un prolongado periodo de prisión provisional en su encausamiento por participación en organización criminal; a Bolivia, con el partido en el poder dividido y la represión creciendo sobre la oposición, y a la Colombia de Petro, que se ha destapado como el dirigente radical que siempre ha sido, no es en absoluto descabellado pronosticar que la ola populista que ha invadido América Latina, con apenas excepciones, no será esa transformación estructural de la política latinoamericana con la que se ha especulado, sino un episodio mucho más perecedero de lo que creíamos.
Claro que a los populistas abandonar el poder cuando las urnas les dan la espalda no les gusta. De ahí que el problema esencial que el populismo plantea hoy en América Latina puede que no sea cuánto tiempo se queda, sino cómo se va. La institucionalidad que el populismo quiere destruir mantiene focos de resistencia. Chile lo demuestra. Desde esos elementos de la institucionalidad democrática que quedan en pie debería iniciarse la recuperación de sistemas viables de democracia representativa y de modernización económica, los dos pilares para hacer frente a la desigualdad, la violencia y la corrupción como males estructurales de la región.