Mikel Buesa-Libertad Digital
El doctor Sánchez se ha olvidado de lo que debió aprender en los cursos de hacienda pública antes de llegar a tan alto grado académico.
De que los magistrados del Tribunal Supremo han metido la pata en el asunto del impuesto sobre los actos jurídicos documentados que grava la escrituración de los créditos hipotecarios, no cabe la menor duda. Y no porque primero dijeron blanco y luego negro para volverse atrás una vez reunidos en motrollón a fin remediar el desaguisado, sino porque, al parecer, no entendieron bien la ley correspondiente, imbuidos, como estaban, por el fetichismo del dinero. Ya Marx observó en sus Grundrisse que «el dinero es como el carnicero de todas las cosas, como Moloch al cual todo es sacrificado», y añadió después que «el dinero se vuelve de improviso en soberano y dios del mundo de las mercancías [y] representa su existencia celestial». A partir de ahí, ya en El Capital, acabaría derivando en la idea de que el dinero, como las demás mercancías, aparenta tener una voluntad independiente de los hombres que lo producen. Esto es lo que a esos magistrados les ha impedido comprender que vender dinero –en este caso, bajo la forma de créditos hipotecarios– es lo mismo que vender zanahorias y que en ambas transacciones hay un vendedor y un comprador; o sea, un sujeto pasivo, este último, del impuesto de marras, según el artículo octavo de la ley que lo regula.
El daño está hecho y ya no tiene remedio en cuanto al desprestigio de tan supuestamente doctos juristas y, sobre todo, de la institución cuyo poder encarnan. Ya se ve que se han dejado llevar por esa tendencia tan española –desde que José Antonio Primo de Rivera la incardinó en uno de los veintisiete puntos de la Falange– de arremeter contra los Bancos –escritos así, con mayúscula, como en el programa del líder fascista español y de sus epígonos en Podemos–, como si fueran los culpables de todos nuestros infortunios, sin percatarse de que la destrucción del sistema financiero es la ruina del sistema económico –y, de paso, de nuestros bolsillos particulares–. No estoy defendiendo que los bancos puedan hacer de su capa un sayo para exprimir a sus clientes, pero propugnar un orden equitativo de las actividades crediticias, para que éstos vean protegidos sus intereses no significa que haya que trastocarlas bajo la ira justiciera de los tribunales.
Ese daño tiene, como todo en economía, una segunda derivada, que en este caso no es otra que la esgrimida por los partidos políticos para desplegar sudemagogiaen auxilio de los votos perdidos y del prestigio desacreditado. El doctor Sánchez ha sido el adelantado para la ocasión, de manera que en menos de veinticuatro horas ya ha preparado un decreto-ley para que» nunca más los españoles paguen este impuesto y que lo pague el sector financiero». Dicho así parece que suena bien; y remachado con la creación de una «autoridad independiente» –prepárense los amigos y familiares afectos al poder, pues va a haber puestos que repartir– a fin de reforzar los derechos de los consumidores relacionados con los bancos, es ya la repanocha.
Lo malo de esto último es que el doctor Sánchez se ha olvidado de lo que debió aprender en los cursos de hacienda pública antes de llegar a tan alto grado académico –o tal vez nunca se lo contaron en ese centro privado tan alejado de la excelencia universitaria en el que estudió– acerca de la traslación de los impuestos. Porque lo que está claro es que una cosa es el sujeto pasivo de los tributos y otra muy diferente el que soporta la carga impositiva. Ello, cuando hay transacciones de por medio, depende de las condiciones de competencia entre los oferentes y de la mayor o menor rigidez de la demanda. En el caso que nos ocupa, con una estructura oligopolista, fruto de la extrema concentración del sector bancario a la que condujo la crisis financiera, y con unos clientes vinculados a las entidades donde se les abona mensualmente la nómina, hace prever que los bancos trasladarán la totalidad del impuesto sobre los actos jurídicos documentados a sus clientes hipotecarios. Es más, teniendo en cuenta que dicho impuesto tiene un tipo impositivo diferente en cada una de las comunidades autónomas, no sería sorprendente que los bancos, por razones de imagen –pues se verán impelidos a tratar a todos sus clientes de la misma manera, con las mismas comisiones y gastos de apertura de los créditos, y los mismos intereses–, acaben alineando sus cálculos en el tipo más elevado, con lo que los prestatarios de las regiones de menor carga fiscal se verán más que perjudicados. Denle las gracias al doctor Sánchez y a quienes, como los de Ciudadanos, se han pronunciado en el mismo sentido. Es lo que tiene dejarse llevar por el populismo y la demagogia.
En todo esto, de momento, me parece mejor la «revolución fiscal» que ha prometido Pablo Casado. Y no porque sea menos oportunista que los otros –cosa que, de momento, está por ver–, sino porque en ella se incluye la desaparición del impuesto del que estamos hablando. Claro que Casado no ha concretado cómo va a configurar su nuevo sistema fiscal. Cuando lo haga, estaré en condiciones de valorar si este inicial y moderado entusiasmo que expreso tiene alguna razón de ser o si tal revolución sólo fue merecedora de un fugaz y volátil elogio.