José Alejandro Vara-Vozpópuli
El fracaso de los ayatolás ha sido estrepitoso y humillante para un régimen con aspiraciones de hegemonía en la región
El mundo ha quedado sorprendido por la rapidez y la facilidad con la que la dictadura de la familia Assad en Siria ha sido derrocada por una combinación heterogénea de fuerzas opositoras apoyadas por potencias externas como Estados Unidos, Turquía y algunas monarquías del Golfo. Hay que destacar que, a diferencia de lo sucedido en la revuelta que siguió a la “primavera árabe”, esta vez el movimiento contra el gobierno ha sido básicamente autóctono, siendo la influencia de otros países mucho menor. Las primeras señales emitidas por la coalición que ha acabado con medio siglo de tiranía permiten un cierto optimismo. Por el momento sus integrantes actúan mayoritariamente de forma cohesionada sin enfrentamientos entre ellos, pese a algunos saqueos la situación no se ha descontrolado ni se han producido matanzas y el nuevo poder ha dado muestras de tolerancia, moderación y buenas intenciones. Aunque es pronto para asegurar que en Siria se establecerá una democracia aceptable y no un sistema fundamentalista islámico, la impresión inicial es favorable.
Con independencia del resultado final a nivel interno de este inesperado acontecimiento, lo que sí está claro es que ha modificado drásticamente la situación geopolítica en Oriente Medio. La Siria de los Assad era un aliado esencial para el régimen de los ayatolás de Irán que disponía gracias a su alianza con Damasco de un corredor de gran relevancia estratégica para proveer de suministros militares, logísticos y financieros a su filial libanesa, la milicia chiita Hezbolá, pieza clave de su dominio en la zona y de su hostigamiento continuo a Israel. Al quedar privado de este apoyo insustituible, la posición del régimen totalitario iraní ha quedado muy debilitada territorialmente, pero el efecto más devastador para su solidez ha sido la imagen que los sucesos en Siria han proyectado sobre su fragilidad y pérdida de la aureola de invulnerabilidad de la que siempre ha hecho gala. La población iraní, sometida desde hace cuarenta y cinco años a una opresión, penuria económica y falta de libertad insoportables, desea desembarazarse de los clérigos corruptos, intransigentes y criminales que han asesinado a decenas de miles de sus conciudadanos en un ejercicio represivo sin parangón. Baste decir que desde que el actual presidente, Masoud Pezeshkian, tomó posesión en agosto pasado, más de ochocientas personas han sido ejecutadas en Irán por oponerse al régimen o por delitos menores. Teniendo en cuenta la ayuda masiva proporcionada por Irán a la dictadura de Bashar al Asad, cifrada en sesenta mil millones de dólares, y el permanente asesoramiento recibido de la Guardia Revolucionaria de Irán, el fracaso de los ayatolás ha sido estrepitoso y humillante para un régimen con aspiraciones de hegemonía en la región.
Es el momento de redoblar las acciones diplomáticas y políticas en los foros internacionales, así como en los tribunales, para denunciar las inhumanas violaciones de derechos humanos del régimen teocrático iraní y exigir que sus culpables respondan por sus muchos crímenes contra la humanidad
El pueblo iraní, frenado en sus ansias de libertad por un aparato militar y policial implacable, ha visto como una dictadura con más de cincuenta años de existencia se ha venido abajo en once días mostrándole así un ejemplo de lo que podría suceder en su propio país si la suma de una fuerte presión exterior y de una poderosa rebelión desde dentro triturase la estructura dominante, mantenida mediante el uso irrestricto de la tortura, el patíbulo y el saqueo de la riqueza nacional. El final de la autocracia de Assad representa un gran estímulo para la oposición a la dictadura iraní encarnada en el Consejo de Resistencia de Irán que lidera Maryam Rajavi, tanto para sus militantes y simpatizantes en el exilio como en todas las provincias del país. Sus unidades de resistencia, integradas por un reducido número de activistas en la clandestinidad, se cuentan por miles a lo largo y ancho de Irán y son la pesadilla del Líder Supremo, Alí Jamenei, y sus huestes de Guardias de la Revolución, mulás fanatizados y milicias Basij.
La caída de Assad ofrece asimismo una gran oportunidad a las democracias occidentales que sería muy poco inteligente desaprovechar. Es el momento de redoblar las acciones diplomáticas y políticas en los foros internacionales, así como en los tribunales, para denunciar las inhumanas violaciones de derechos humanos del régimen teocrático iraní y exigir que sus culpables respondan por sus muchos crímenes contra la humanidad, asfixiar financieramente a los saqueadores de la riqueza iraní en el terreno comercial y en el del endurecimiento de las sanciones, aislar internacionalmente a Teherán haciendo de la República Islámica un estado paria, denunciar un acuerdo nuclear que la parte iraní no ha respetado nunca, designar por parte de la Unión Europea a la Guardia Revolucionaria como organización terrorista al igual que han hecho ya Estados Unidos y Canadá y reconocer oficialmente al Consejo de Resistencia de Irán como la legítima y principal oposición democrática a la atroz dictadura clerical. La continuidad de una inútil y contraproducente actitud de apaciguamiento o la pasividad pusilánime no sólo serían un tremendo error estratégico, sino una traición imperdonable al pueblo de Irán.