Voltaire explicaba la anécdota del albañil que, precipitándose desde lo más alto de Notre Dame, mientras caía, se decía “Que dure, que dure”. Ese parece ser el estado de los españoles que asisten, no diré que indiferentes pero sí pasivos, a la caída de nuestro sistema democrático contentándose con decir que la culpa es de los políticos – y sí, lo es, pero también de quienes les votan – y sentarse delante del televisor a ver qué partido de fútbol dan hoy. El antaño carácter indomable del pueblo español, algo exagerado a mi modo de ver, se ha evaporado. La prueba está en la nula reacción ante lo sucedido este agosto, compendio de la degeneración a la que Sánchez ha sometido a España. No voy a hacer la lista. Se ha iniciado un camino de no retorno que nos llevará a algo muy distinto de lo vivido hasta ahora. La Constitución se ha convertido en papel mojado, los organismos que deberían velar para que el político no cambie las leyes a gusto de la delincuencia se han visto colonizados por los partidos y parece que a nadie, de la Corona abajo, tiene interés en detener este cambio de sistema que nos conduce a una dictadura a la venezolana.
Nunca un presidente español como Sánchez se enfrentó ante tan enormes acusaciones de presunta corrupción que afectasen a su esposa y su hermano
Releyendo a Ernest Jünger estos días – hay que volver siempre a este enorme pensador, poeta y soldado – decía en sus diarios de guerra “Radiaciones” que el problema del pueblo alemán no consistía en ver las cosas blancas o negras, sino en verlas iguales. El alemán de entonces, decía el sabio, podía admitir de forma mayoritaria una cosa que otra. Mucho me temo que los españoles hemos contraído ese defecto. Peligrosísimo, añado. Porque ni todo es igual ni todas las ideas son respetables. La democracia es más que un sistema electoral en el que todo el mundo habla. La democracia es un sistema de valores dotado de un marco con unos mismos principios recogidos en leyes que se cumplen, acatan, respetan y permiten vivir en una sociedad sólida y segura. La democracia es una moral, una forma de entender la convivencia y la vida. Ser demócrata es vivir en la igualdad y el respeto. Pero la izquierda nos quiere desiguales amparándose en ese absurdo de la “diversidad” – en la Edad Media podrían haber dicho que eran diversos puesto que había señores feudales y siervos de la gleba – y replica que insultar a la Corona es libertad de expresión, pero decir que la inmigración ilegal es causante de buena parte de la delincuencia en España es delito de odio y, por tanto, punible. Hemos dejado que las reglas las estén escribiendo quienes hacen trampas. ¿El resultado? Nunca un presidente español como Sánchez se enfrentó ante tan enormes acusaciones de presunta corrupción que afectasen a su esposa y su hermano; nunca ninguno se plegó al chantaje separatista o marroquí; nunca empleó el bulo, la amenaza, lo público en su propio interés. Nadie se haga de nuevas. Todo eso ha sucedido delante de nuestras narices durante años. No ha sido de hoy para mañana. Y quién debía frenarlo no lo hizo. Empezado por nosotros, el sujeto político de todo sistema, a saber, el pueblo, la nación, la gente. Creíamos que la libertad y la paz social eran gratis y ahora que vemos como el suelo se acerca a nosotros peligrosamente lo único que se nos ocurre decir es que ojalá dure la caída.
Ser demócrata es vivir en la igualdad y el respeto. Pero la izquierda nos quiere desiguales amparándose en ese absurdo de la “diversidad”
Lo grave es que caer más bajo es casi imposible. Y así nos enfrentamos al nuevo curso político que ha de ser, si Dios no lo remedia, peor que el pasado y mejor que el siguiente. España está en caída libre y nuestros hijos conocerán otra cosa muy distinta reglada por principios que no tendrán nada que ver con los que hemos conocido nosotros. Esto no era gratis y ahora nadie quiere hacerse cargo de la factura.