José Antonio Zarzalejos-El Confidemcial
- En Afganistán se derrumba también la dignidad de un mundo occidental que contemplará la inhumanidad de un histórico y bestial feminicidio en el siglo de las mujeres
La huida atropellada de los estadounidenses de la capital de Afganistán —Kabul— recuerda a la que se produjo en Saigón, entonces Vietnam del Sur, en el mes de abril de 1975. Como ha ocurrido en estos días del verano de 2021, tampoco entonces los servicios militares y civiles de la Inteligencia de los Estados Unidos fueron capaces de detectar y calcular correctamente el avance de las tropas enemigas. El Frente de Liberación Nacional de Vietnam arrolló a los soldados yanquis y en poco tiempo impuso la reunificación del país, la instalación de un régimen comunista y denominó la ciudad con el nombre de líder norvietnamita: Ho Chi Minh.
En un ‘blitzkieg’ o guerra relámpago, los talibanes, como antaño los guerrilleros del Vietcong, han barrido las guarniciones norteamericanas, rebasando los cálculos del Pentágono según los cuales los radicales islamistas tardarían meses —incluso más de un año— en hacerse con todo el territorio del país. Pareciera que los enormes detectores de información estratégica de Washington no hubieran aprendido absolutamente nada después de la tragedia del 11-S de 2001, que desencadenó esa y otra guerra, también perdida por USA y sus aliados occidentales, en Irak.
El secretario de Estado, Antony Blinken, aseguró el pasado domingo que la evacuación de Kabul no se parecería “en nada” a la de Saigón y el presidente demócrata, Biden, declaró que aquel episodio no se repetiría, justificando la retirada de Afganistán porque los norteamericanos no “habían ido allí a construir una nación (…) no enviaré otra generación de estadounidenses a la guerra (…) sin ninguna expectativa razonable de lograr un resultado diferente”. El inquilino de la Casa Blanca, en la que es su decisión de política internacional más crucial, ha consumado la decadencia exterior del otrora imperio de los yanquis, acreditando que los Estados Unidos es un pésimo estratega diplomático y militar y que desconoce cómo actuar eficazmente tras las ocupaciones territoriales para tratar de derribar regímenes que, finalmente, por su torpeza, contribuye a reinstalar con mayor arraigo y fortaleza. No es extraño que una dictadura comunista como la cubana, en una isla a solo 90 millas de la costa estadounidense, siga casi incólume tras 60 años, mediando en esas décadas desde varios intentos de invasión hasta reiterados bloqueos económicos por EEUU.
Las decadencias imperiales comienzan siempre en el interior de las metrópolis y se comunican a sus proyecciones exteriores. En rigor, Estados Unidos no ha sido una potencia colonial —se nota, desde luego— sino un país-gendarme del orden mundial tras la II Guerra Mundial. El único intento práctico y teórico de armar una auténtica política exterior norteamericana se relata en una gran obra elaborada por el que fuera secretario de Estado (1973-1977) de los presidentes Richard Nixon y Gerald Ford, Henry Kissinger, titulada ‘Diplomacy’ (primera edición de enero de 1996), que el político judío de origen alemán dedicó “a los hombres y mujeres del Servicio Exterior de los Estados Unidos de América, cuya profesionalidad y dedicación sostienen la diplomacia norteamericana”. El de Kissinger, nacido en 1923, fue un periodo breve, pero que dejó profunda huella en la política exterior y en la diplomacia norteamericanas creando una escuela que no ha logrado discípulos a la altura del maestro.
Ocurre que la descomposición de la democracia de Estados Unidos —evidente tras el mandato de Trump, que culminó con el horrísono griterío del asalto al Capitolio por sus partidarios el 6 de enero de este año— ha sido lenta pero constante debido a la incompetencia política y militar de Washington, que arrancó con la Guerra de Corea (1950-1953) y que concluyó con la consolidación de la división del país —la línea fronteriza la marcó el paralelo 38— al tiempo que con la petrificación en el norte de uno de los regímenes comunistas más férreos, vigente a día de hoy. Aquella guerra costó millones de muertos coreanos y decenas de miles norteamericanos. Casi sin solución de continuidad —en 1955 y hasta 1975— los ejércitos estadounidenses se embarcaron —y la perdieron— en la guerra de Vietnam, hoy un país unificado bajo otro sistema comunista sin fisuras. Aquella guerra duró lo mismo que la de Afganistán: dos décadas, con un resultado igualmente desastroso.
La gran diferencia entre todos los anteriores episodios históricos —¿hay que recordar los desastres de las dos guerras de Irak, la primera tras la invasión de Kuwait (1990-1991), que George Bush padre no supo rematar, y la segunda que George Bush hijo tampoco supo ganar (2003-2011)?— es que en Afganistán los talibanes son unos fanáticos suníes, una especie de federación tribal fundamentalista islámica, que, además de entender el terrorismo como una forma de ofensiva teocrática, mantiene el paradigma más inaceptable de todos los posibles: la efectiva esclavitud de las mujeres, cuyas únicas razones vitales son tres: la sexual, la reproductiva y la del servicio a los hombres, bajo la consideración de una humanidad inferior —y peor— que las excluye de cualquier responsabilidad, de cualquier aspiración distinta a su animalización.
Estados Unidos y la comunidad internacional han dejado al albur de los talibanes —un albur tan dramáticamente previsible— la suerte de 16 millones de mujeres y niñas (sobre una población total de 38). Y eso constituye un crimen de lesa humanidad que un imperio occidental como el que hasta ahora ha sido Estados Unidos creímos no permitiría. Lo ha hecho culminando así la inmensa torpeza de la respuesta fallida de sus sucesivos gobiernos al ataque terrorista del 11-S. Los norteamericanos invadieron el país en 2001 porque atribuyeron a los talibanes complicidad con el atentado a las Torres Gemelas y al Pentágono. Es posible, pues, que fuese entonces, en aquel septiembre de hace un par de décadas, cuando USA dejó de ser un imperio y comenzó a retraerse, después de medio siglo de fracasos militares que comenzaron en Corea, siguieron en Vietnam, continuaron en Irak y han culminado en Afganistán. Con la caída del imperio de los yanquis, se derrumba también la dignidad de un mundo occidental que contemplará otra zona cero de la inhumanidad con un espantoso e histórico feminicidio que ya era impensable en este siglo XXI.