Juanjo Sánchez Arreseigor-El Correo
- Durante décadas, ningún mandatario de EE UU pudo imponer su voluntad a Tel Aviv. Pero ahora el segundo mandato de Trump envía señales de alarma
Estados Unidos tiene múltiples intereses globales, de manera que un presidente tras otro han intentado presionar a Israel sobre la cuestión palestina, porque este conflicto interfiere con otros intereses y objetivos geopolíticos de Washington. Sin embargo, durante decenios, ningún mandatario estadounidense, republicano o demócrata, fue capaz de imponer su voluntad a Tel Aviv. Una y otra vez, el ‘lobby’ israelí prevalecía y forzaba a EE UU a sacrificar sus propios objetivos.
Muchos no supieron o no quisieron ver esta realidad y repetían hasta la saciedad que Israel era un portaaviones de EE UU en Oriente Próximo, aunque en realidad EE UU jamás ha tenido bases en Israel. A diferencia de otros aliados de Washington, Israel tampoco ha aportado tropas para ninguna guerra estadounidense, ni siquiera contingentes simbólicos. Existe una resistencia muy tenaz a ver que Israel ha sido desde hace décadas el socio dominante en la relación, porque los israelíes han logrado infiltrarse dentro del sistema político norteamericano y ‘capturar’ su mentalidad colectiva, controlando por completo la narrativa sobre el conflicto con los palestinos. La visión de la derecha israelí se ha vuelto casi un dogma religioso, fuera del cual no hay salvación.
La subida al poder de Donald Trump parecía haber llevado esta tendencia al paroxismo. Trump se había mostrado tan visceralmente proisraelí que parecía que iba a ponerse de rodillas para ofrecerles un ramo de flores y una alianza de oro. Sin embargo está sucediendo lo contrario. Es cierto que el republicano está deportando a muchos estudiantes musulmanes que habían participado en protestas contra la guerra en Gaza. También presiona a las universidades más prestigiosas, acusándolas de antisemitismo. Sin embargo, se trata de meras excusas para expulsar a más extranjeros y someter bajo su control a los centros educativos.
La primera señal alarmante para Israel fue el delirio trumpiano de construir un gran ‘resort’ turístico en Gaza, porque el proyecto incluía que EE UU se anexionaría la Franja. Obviamente, Netanyahu y sus ministros ultraextremistas pretenden quedarse ellos con el territorio. Después, Israel tuvo que sufrir que Trump descartase la opción militar contra Irán si los ayatolás negociaban sobre su programa atómico, o que ofreciese un programa nuclear civil a Arabia Saudí, sin exigirle a cambio que reconociesen a Israel.
Los desplantes se acumulan. Primero Trump efectúa una gira por Oriente Próximo sin incluir a Israel, y después el vicepresidente Vance suspende su visita en el último minuto. Por ahora, se mantiene el suministro a gran escala de armas y municiones norteamericanas, pero cada vez más congresistas y senadores republicanos se posicionan abiertamente contra Israel, sin que esta vez el ‘lobby’ sea capaz de cerrarles la boca como antes.
Las razones de este desinflamiento de un grupo de presión considerado todopoderoso son diversas. En primer lugar, el carácter prepotente y soberbio de Trump, que amenaza e insulta a sus aliados para establecer una supremacía imperial basada únicamente en el puño desnudo, económico o militar. Los israelíes pensaban que iban a recibir un trato especial, que de hecho se les está dispensando porque no se les trata con tanta dureza como a los otros. La avaricia también es un factor de peso porque el apoyo incondicional a Israel supone un gasto desmesurado. Trump todavía no ha amenazado a Netanyahu con cerrarle el grifo, como hizo con Zelenski, pero es evidente que Israel va a enfrentarse a la misma disyuntiva que Ucrania: firmar la paz a toda prisa, aun cediendo mucho, para que la Casa Blanca pueda recortar gastos, o arriesgarse a desencadenar la ira del emperador loco.
Pero el problema de fondo consiste en que toda la influencia del ‘lobby’ israelí se basaba en su capacidad para interferir en las elecciones de EE UU. Se movían sumas inmensas y campañas en los medios de comunicación para que ganasen los comicios los candidatos adictos, mientras que se buscaba la derrota de los congresistas o senadores críticos, con una tasa bastante elevada de éxitos. Pero ahora, para muchos votantes republicanos, los medios de comunicación o los escándalos ya no tienen influencia ni importancia, porque solo cuenta lo que diga su ídolo Trump.
Los norteamericanos acabarán hartándose de su emperador loco, pero eso requiere tiempo, y ese tiempo va a ser más que suficiente como para que Trump pueda organizar la falsificación del recuento electoral, como ya intentó con nulo éxito en las presidenciales de 2020. Si esta vez lo consigue, todos los ‘lobbies’ perderán por completo su poder, incluido el israelí.
Pero eso nos traerá sin cuidado porque tendremos otros problemas.