Gregorio Morán-Vozpópuli
Los jóvenes, son capas dispersas que valoran la política como los demás, es decir, según les va en ella
Una de las pocas cosas que coincido con Winston Churchill es en su desdén por el deporte. No tiene nada que ver ciertas inclinaciones elitistas, porque la aristocracia inglesa se solaza en actividades deportivas. Tampoco con la obesidad; fue un joven gallardo. Los motivos hay que buscarlos en otra parte. He cumplido hasta la saturación con los rituales. Me sabía la delantera del Brasil que terminaba en Garrincha, Pelé y Zagalo; di la mano a Alfredo di Stéfano en las covachuelas de aquel patatal que era el campo del Real Oviedo; jugué tantos partidos de fútbol en barrizales y descampados como para rebasar el cupo de cualquier aficionado común. Conozco en carne propia a qué huele la camiseta sudada de aquellos encuentros entre “señoritos” y “hospicianos”, durísimos, que se dirimían en el anexo del Hospicio; un lugar sórdido que ahora suele contemplar toda España en los Premios Princesa de Asturias, remozado con nombre tan pomposo como Hotel (de la) Reconquista.
La saturación política del deporte profesional es un instrumento que sirve al poder desde hace demasiado tiempo para que nos llame la atención. Además la gente asegura que se distrae y le permite volcar sus instintos más primarios. En razón a su utilidad debería cubrirlo la Sanidad Pública aunque por esas curiosidades sociales que nadie osa explicar está a cargo del ministerio de Cultura. Como imagino que estas opiniones son intempestivas estimo que se consideren pertinentes a la hora de valorar por qué el Puto Amo considera que su acción política consiste en ganar “partido a partido”, ensalzado con el arrogante autoelogio de “sudar la camiseta”.
La traslación del deporte profesional a la política alcanza el grado más desvergonzado de un oficio que se está degradando hasta niveles inimaginables. La polarización es un fenómeno nada deportivo que se alimenta para que el equipo local destruya cualquier posibilidad de que el adversario sobreviva. El mejor enemigo es el que está muerto.
En menos de una semana hemos contemplado un escenario para estómagos fuertes. Un decreto ómnibus con casi un centenar de medidas, la mayoría indescriptibles salvo para quien las escribió, echa a andar en forma de minibús con menos de la mitad. La tarea de “achique de espacios”, que habría dicho el filósofo Valdano, no sería tan llamativa sin “el relato”. La protección y defensa de “nuestros jubilados” conmueve hasta dar arcadas. En mi condición de viejo puedo asegurar sin necesidad de apelar al lenguaje políticamente correcto, que los adscritos a la paga de jubilación constituyen la base más potente y fiel del voto cautivo. 12 millones de electores. Han trabajado como puñeteros toda la vida y sólo les queda la recompensa del Estado al que cotizaron como si ejercieran de expertos en finanzas. Ninguna clase social es tan adicta al poder como los jubilados; lo recuerdan con insistencia y razón para que no se deteriore su estatus.
La protección y defensa de “nuestros jubilados” conmueve hasta dar arcadas
Con los jóvenes no ocurre lo mismo. Son capas dispersas que valoran la política como los demás, es decir, según les va en ella, y como les va mal en su precariedad, su falta de formación y su angustia ante la vivienda imposible, están en su derecho de mandar al poder a la mierda, aunque sea para enmerdarse más. Dicho en claro, si el cuidado que tiene el Gobierno respecto a los jubilados con paga también atendiera a las nuevas generaciones se podía hablar de una política de futuro. No hay dinero para tantos; bueno, revisen las cuentas y atienda a las prioridades, que nunca son ni los viejos ni los jóvenes, salvo en campaña electoral. Llevamos un par de años en campaña electoral, habrá que detenerla un día para ir a las urnas y poder poner en marcha algo que no vaya ni en ómnibus ni en minibús. Que el voto del rechazo y de la disidencia se incline hacia la derecha ácida exige un análisis más allá de las tribus de la izquierda asentadas junto al castillo. Un paradigma que se quedó obsoleto y que evitamos señalar se reduce a una incontestable evidencia: los ancianos se manifiestan con mayor ahínco que los jóvenes, y no es precisamente porque tengan más tiempo libre.
En los bordes del relato aparece la figura de Puigdemont, en el que nadie atisbaba un futuro. El Puto Amo le ha reconocido como un igual y quizá en eso no se equivoque; sobre esa piedra construye su iglesia (de ahí la referencia de Sánchez Pérez-Castejón a “sacar votos de debajo de las piedras”). El Presidente habla torcido aunque se le entienda derecho. Vivo con cierta modorra no exenta de ansiedad a la espera de ese inminente selfi de ambos en el exilio. Foto por Presupuestos. Cosas más espectaculares ya consiguió con la camiseta sudada.
Nada que ver con una Semana Trágica. Fue más bien una sesión continua de ópera bufa con salidas al escenario del hermano del Amo –“familiar del presidente”, titula “El País”- en su condición de músico de Diputación, algo novedoso en el gremio; los gestos de Aldama y su hombre de recados, Koldo el Grande, y su conseguidor Ábalos a la espera de “los papeles de la UCO”. España entera se ha vuelto experta en Derecho Comparado; el periodismo está asistiendo a “másters” intensivos. Yo me quedo con Álvaro García Ortiz por más que me tiente la ropa; un fiscal general es por principio lo más parecido al Gran Inquisidor de Dostoyevski. No es moco de pavo que te pillen con el carro de los helados, figura penal que acabo de inventarme. Sin mala intención, por supuesto.
Algo insólito está ocurriendo que no permite retruécanos, ni chistecitos. Relatar por lo menudo la comparecencia de don Alvaro García Ortiz ante la Justicia que él mismo representa es un ejercicio de alto riesgo al tratarse de un “suceso paranormal” (definición de la portavoz de apellido incongruente, Alegría). El imputado Fiscal General se hizo abrir la Puerta de Autoridades, como los Reyes y los presidentes del Gobierno; puso sus posaderas en el estrado de Fiscales y Abogados y no respondió a las preguntas del Juez Supremo porque no le petó, aunque sí declaró “la mentira nunca puede ser un secreto”. Todo conforme a derecho; si bien de ser cierto le obligaría a cerrar la tienda. No aclaró mis dudas una reciente recusación de otro jurista togado: “La verdad real no se puede obtener a cualquier precio”. Cierto lo de “a cualquier precio”, pero me sumió en la inquietud no saber a qué se llama “verdad real”. ¿Existe una “verdad falsa”? La política jurídica me desborda.