FERNANDO VALLESPÍN-El País
- Hoy, lo que debería ser el día de la fiesta de la democracia se va a convertir para la mayoría en el día de la tortura, de la ansiedad ante la posible victoria del otro
¿Hasta qué punto podemos considerar que vivimos en una sociedad libre cuando la mitad de una sociedad teme ser gobernada por los representantes de la otra mitad? Lo lógico es que “prefieran” que le gobiernen los suyos, ¿pero sentir miedo ante el otro? Pues bien, esta indeseable emoción es la que se nos ha venido instigando a lo largo de toda la campaña. Lo normal e inevitable es que suba la temperatura de la tensión interpartidista, que se subrayen las diferencias con los adversarios, que se exageren hasta la hipérbole los méritos propios y los deméritos del contrario. Pero en el fondo siempre han sido campañas donde imperaban estrategias de seducción, no de amedrentamiento. Hoy, lo que debería ser el día de la fiesta de la democracia se va a convertir para la mayoría en el día de la tortura, de la ansiedad ante la posible victoria del otro.
Lo que esto denota, y ante lo que me revuelvo, es la poca confianza que tenemos en nuestras instituciones. No en vano están diseñadas para evitar cualquier exceso de las mayorías y se supone que garantizan que no hay nada que temer, que nuestros derechos están a buen recaudo. El miedo, como decía Montesquieu, es lo propio de los gobiernos despóticos, es, siguiendo ahora a Spinoza, incompatible con la libertad. Por eso nos aferramos a la democracia liberal, a ese sutil y complejo mecanismo encargado del control del poder. Y esa es la razón también por la que siempre advertimos del peligro asociado a esa casi irrefrenable tendencia de los partidos a hacerlas suyas, o frente a las derivas populistas, cuyo objetivo último es eliminar todo obstáculo a la acción de la mayoría.
Salvo alguna alusión aislada al CIS, ¿han escuchado alguna propuesta dirigida a fortalecerlas, algún atisbo de llamada al consenso para diluir la sospecha que tiende a recaer sobre ellas? Lo que se nos ha estado imbuyendo de forma insistente y con ribetes moralizadores es que el adversario es “inelegible”. Ojo, no que sea peor o esté menos capacitado que nosotros para gobernar, que sería lo normal, sino que no es (moralmente) digno de hacerlo. Ha vuelto a resonar —en una enorme variedad de formulaciones— ese mantra de la vieja campaña de Madrid del “libertad o comunismo” o “democracia o fascismo”. ¿Hasta qué punto es libre una sociedad en la que al ciudadano se le cercena la posibilidad de elegir entre auténticas alternativas? En el ámbito discursivo, se entiende.
Quiero pensar que ese azuzamiento del miedo al adversario que hemos venido sufriendo es más un atajo retórico de los partidos, el recurso más económico para movilizar y conseguir votos, que una convicción firme; que ha sido instigado más por el propio temor de unos a perder el poder o el de otros a no alcanzarlo. Pero en el camino se nos ha hurtado la posibilidad de comparar y analizar programas. Sobre todo, porque detrás de cada uno de los bloques hay dos modelos de sociedad que han quedado sin ser contrastados. Solo hemos accedido a su caricatura; cada cual ha hablado del adversario, de lo que nos espera si gobierna, más que de sí mismo. Yo tengo claro cuál es el modelo que prefiero, pero es por convicción racional, no por adscripción identitaria emocional. Por eso preferiría menos consignas y baile de pasiones, y más debates sobre temas monográficos, no ese popurrí en el que se discute de todo y al final de nada, y luego se puntúa a los candidatos por su habilidad como gladiadores retóricos al uso; es decir, por su capacidad para enlazar zascas. Pero debo de estar trasnochado. Feliz día electoral.