Iñaki Ezkerra-El Correo

Ni conviene minimizar la delicada situación de Juan Carlos I ni magnificar su trascendencia para hacerles el caldo gordo a los amigos de la desestabilización

Era la foto más buscada por Podemos y por un PSOE que ha roto amarras con el felipismo, el constitucionalismo y toda la cultura de la Transición: la foto del rey emérito saliendo de España. Ni ese hombre es desde hace seis años un monarca en funciones ni ha sido forzado a exiliarse por un cambio de régimen como su abuelo. El Rey es Felipe VI y sigue ejerciendo de tal. Pero esa foto le sirve al populismo, que es, antes que nada, ilusionismo político, para hacer su lectura virtual y homologarla a la foto de Alfonso XIII abandonado el país el 14 de abril de 1931. Ante este ficticio ‘revival’ es preciso guardar todas las precauciones. Ni conviene minimizar la delicada situación de Juan Carlos I ni conviene tampoco magnificar su trascendencia para hacerles el caldo gordo a los amigos de la desestabilización.

Lo que se impone es deslindar nítidamente los ámbitos de la moral, la Justicia y la ideología republicana pues los tres se rigen por distintos objetivos, motivaciones e intereses. Y lo que se impone también es deslindar esos tres campos del amarillismo mediático que los mezcla en un ‘totum revolutum’ para que ya no sepamos de lo que hablamos. El sensacionalismo es el aliado natural del populismo porque se mueve con idéntica falta de escrúpulos, y vende igualmente como verdadero lo no demostrado o directamente falso. Las llamadas ‘penas de telediario’ son el perfecto complemento de la demagogia justiciera, el discurso del odio y la subcultura del linchamiento. Son los cómplices idóneos de quienes niegan la presunción de inocencia para el otro y propugnan, no ya la inocencia, sino la impunidad para sí. Juan Carlos I no está ni imputado siquiera por ningún tribunal, pero Pablo Iglesias ya lo ha pintado en sus declaraciones «huyendo de la Justicia española», lo cual es, además de una falsedad, un absurdo, pues tal fuga impensable e inviable tendría un precio fatídico para su sucesor y la propia Corona.

Ni el rey emérito ha huido ni va a esconderse de la Justicia en ninguna parte. Precisamente porque vivimos en un mundo interconectado en el que se acaba sabiendo todo de todos con pelos y señales, especialmente de quien más te lo pone en tratar de preservar su privacidad, es preciso, como nunca antes lo había sido, ponerse democráticamente en guardia frente a esa hiperrealidad mediática que fabrica la omnipresencia tecnológica y que no existía hace sólo una década. Lejos de cualquier amago censor, que sería propio de populistas, es preciso dar el relieve meramente virtual que tienen los efectos de barullo y confusión que crean los programas de cotilleo, los ‘whatsapps’ incendiarios, los bulos gratuitos, las redes sociales, los ‘fakes’ y los memes, los globos que hinchan los paparazzis y esa falsa ética ciudadana de todo a cien que ve la ofensa y el agravio en que un hombre de 82 años se recueste en la tumbona de una piscina bajo el sol.

En este contexto líquido, no se pueden dar por sólidos ni los discursos ideológicamente interesados que confunden el sentido de la Justicia con un presunto sentimiento jacobino (que luego no hace ascos por cierto ni a las herencias forales ni a los derechos históricos que emanan de la propia Corona) ni se pueden tomar en serio los ataques genéricos que salen de esos discursos y que meten en el mismo saco a toda la genealogía borbónica, a la Casa Real y a la misma institución monárquica que encarna la jefatura del Estado para identificarlos como inherentes a la corrupción. Como tampoco se le puede dar carta de credibilidad a gente tan respetable como Corinna y Villarejo. El programa de EITB en el que la primera fue recientemente entrevistada para hacer gala de una ridícula conversión al soberanismo es sólo una muestra de hasta dónde puede llegar el rigor crítico del clan sabiniano del que -no lo olvidemos- procede por línea sanguínea Urdangarín. Aquí ya sólo falta, para animar el cotarro, que Villarejo salga haciéndose el abertzale en un mitin de Otegi. Ante este presente esperpéntico, lo que menos conviene son los discursos alarmistas del ‘viene la República’ o el ‘vuelve el Frente Popular’ pues, lejos de desactivar el acoso oportunista al sistema constitucional, lo que hacen es lo contrario: interpretar como fácticos y consumados los amagos de derribo de éste que el populismo trata de escenificar en el teatrillo mediático.

No. La foto de la salida de España del hombre que nos hizo prosperar durante cuatro décadas y enterrar el triste ayer de cuatro guerras civiles y dos dictaduras así como de dos repúblicas y una restauración igualmente fallidas, no es la foto del 14 de abril de 1931 sino su antídoto. Hasta hoy siempre que se sondeaba a la sociedad española por la adhesión a la Corona se repetía una típica respuesta: ‘No soy monárquico sino juancarlista’. La crisis en la que se ha visto envuelta la figura de Juan Carlos I está logrando, paradójicamente, que valoremos la institución por sí misma y no por quiénes sean sus titulares. Está consiguiendo, en fin, un efecto opuesto al que persigue el populismo: que muchos ciudadanos se hagan monárquicos.

Esa foto no mina el prestigio de la Corona ni de Felipe VI, pero sí sirve -hay que reconocerlo- para constreñir más el campo de actuación de una y otro. Dicho de otra manera, lo que deberían estar haciendo hoy el Rey y la Reina es salir, en efecto, de la Zarzuela, como del guiñol local y claustrofóbico de Peñafiel, y vender la marca España en el extranjero; aprovechar su estatus y conseguir contratos millonarios de todos los sátrapas del Globo para un país en quiebra, que es exactamente lo que hizo el rey emérito cuando estaba en funciones, o sea hacer méritos de verdad, que es justo lo que irrita a los populistas. No se trataría ya sólo de argumentar que un cuestionamiento de la Corona sería nefasto para un país sumido en la crisis económica y de prestigio internacional como lo está hoy el nuestro gracias a la gestión de este Gobierno. Se trataría de ir más lejos: de hacer lo que este Gobierno no puede hacer.