La Cataluña más indeseable y la Diada del fracaso

JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

El proceso soberanista no es el fracaso de los catalanes sino de su clase dirigente, que los ha utilizado para una auto redención de sus torpezas, incompetencias, tropelías, banalidades e ignorancias

La independencia de Cataluña se ofreció a una buena parte de los ciudadanos de aquella comunidad como una utopía disponible. Aspirar a un Estado propio en Europa, transfiriendo la responsabilidad de todos los males de la terrible recesión de la segunda década del siglo a una España cuyo Estado resultaba el paradigma causal de los males del país, se configuraba como la absolución que necesitaba un catalanismo degradado y corrupto después de un cuarto de siglo de gobierno de Jordi Pujol y de CiU y otro periodo errático del PSC con ERC.

Los partidos independentistas celebran los primeros actos de la Diada en un clima de división

La clase dirigente de Cataluña —toda, sin excepción, aunque quizá con propósitos distintos— se dispuso a listar los motivos que legitimaban el desafío independentista y localizaron algunos de fácil digestión: “España nos roba” resultó ser el epítome de todos ellos, junto a la sentencia de 2010 del Tribunal Constitucional que recortó los aspectos del Estatuto que colisionaban con la Carta Magna. El mensaje último era nítido: la Cataluña más deseable sería aquella que revirtiese su relación con el resto de España y que, por lo tanto, hiciese realidad jurídica y política la prístina ‘voluntad de ser’ de los catalanes tal y como la expresó Jaume Vicens Vives. La soberanía y el milenarismo histórico-político.

La mayoría de los que jalearon la disponibilidad de aquella utopía eran —son— unos peligrosos irresponsables, algunos de los cuales ahora ofician como profetas del pasado con ensayos plañideros, mientras otros, ya sin salida ni personal ni política, siguen proclamando “lo volveremos a hacer”. Pero ¿hacer qué? Se supone que intentar culminar un proceso soberanista cuyos resultados han sido perfectamente desastrosos en todos los aspectos.

Las instituciones catalanas están hundidas, los responsables directos de los hechos de septiembre y octubre de 2017, huidos de la Justicia o pendientes de un veredicto penal, los partidos independentistas enfrentados, las entidades soberanistas convertidas en contrapoderes al modo de deriva populista comparable con las peores de Europa, y la sociedad catalana quebrada y dolorida tras un septenio de máxima tensión.

De tal forma que la utopía disponible que consistía en la Cataluña más deseable para los secesionistas se ha convertido en una verdadera distopía, es decir, en la Cataluña más indeseable, incluso para los independentistas. Porque ha desandado todo lo que avanzó imparablemente en los últimos decenios. Un avance en todos los terrenos: en el del autogobierno, en el fortalecimiento de sus factores de identidad (lengua e instituciones propias), en el del bienestar social y en el de su proyección internacional, con ese florón en su reciente historia que puso Barcelona en el mapa del mundo: los Juegos Olímpicos de 1992. Antes, una Cataluña en vanguardia había sido pionera en los logros de la democracia española: la amnistía, la autonomía de las nacionalidades, la propia Constitución entusiásticamente refrendada y la participación activa de sus representantes políticos en el arbitraje de los gobiernos españoles.

Ahora, como escribiera Agustí Calvet, ‘Gaziel’, en ‘La Vanguardia’ en diciembre de 1934, dos meses después de la asonada separatista en plena II República —¡qué reiteración en el error!—, muchos catalanes creen como aquel periodista excepcional que “todo se ha perdido, incluso el honor”. Hay que releer —los catalanes y el resto de los españoles— aquel texto que llevaba un título que se ajusta como un guante a la situación actual, 85 años después de que fuese escrito, “La clara lección”. Porque el proceso soberanista no es el fracaso de los catalanes sino de su clase dirigente, que los ha utilizado para una auto redención de sus torpezas, incompetencia, tropelías, banalidades e ignorancias.

Las banderas, la épica, los historiadores en tropel tuneando el relato de lo que fue y nunca existió, la permanencia del agravio de 1714, esa forma victimizada de vivir el presente y de proyectarse en el futuro, la satanización del enemigo exterior (España), la queja por la inasistencia de la comunidad internacional, el acomodo confortable en el relato del pueblo en constante tránsito a Ítaca han terminado por componer una Cataluña agobiada y agobiante cuya aspiración no consiste ya en alcanzar esa utopía con la que una parte de su sociedad fue seducida y engañada, sino en cómo salir de la inmensa trampa del proceso soberanista que ha terminado en un ‘casus belli’ entre los distintos sectores y opciones del secesionismo.

La situación política y social degradada no podía deparar ayer una Diada exitosa. No lo fue ni pese a la importancia numérica de los miles de ciudadanos que se manifestaron. Fue una Diada a la defensiva, anegada en demonios familiares entre leales y ‘botiflers’, abundante en literatura revisionista redactada hogaño por los que suministraron combustible al artefacto de la segregación antaño. El ‘procés’ ha dejado una Cataluña insostenible que sigue funcionando en parte por inercia y en parte por el esfuerzo de una sociedad que ha convivido al mismo tiempo con la emoción y con la razón, sin llegar a la Cataluña hongkonesa que desearía la nomenclatura abducida por el desastre y refugiada en el patriotismo canalla al que se refirió Samuel Johnson y que espera en octubre la sentencia del Supremo como una última oportunidad.