- supremo. Y el broche que cierra su obra: indultado, Villon se pierde en la noche del anonimato. Pero es ya eterno.
El más bello de los cantos marianos lo escribe un reo que aguarda la horca. Año 1463. No es la primera condena de François Villon. Ni siquiera los hechos que sanciona son los más graves que el juglar ha cometido. Tiene treinta y dos años y lo sabe ya todo de las cárceles. Y ha escrito algunos de los más altos poemas de la lengua francesa; algunos de los más altos poemas de cualquier lengua. La «Balada de los ahorcados» es, sin lugar a duda, su fogonazo supremo. Y el broche que cierra su obra: indultado, Villon se pierde en la noche del anonimato. Pero es ya eterno.
Deslumbrado por las imágenes de la basílica de esta Notre Dame rehecha en la doble fulguración del talento y de la urgencia, releo, y es casi medianoche, los versos de aquel bribón pasado por la Sorbona: ha sido ladrón, ha sido buscavidas, gran bebedor y mujeriego, homicida displicente. En la celda, que podemos imaginar inapelablemente sórdida, a la espera de la soga, talla el álgebra acentual de los endecasílabos que habrán de golpear a un lector, en la penumbra de medio milenio luego, con fuerza más cercana que cualquier cosa escrita por sus contemporáneos:
«Hombres, ninguna burla aquí;
rogad tan solo a Dios que a bien tenga absolvernos».
Son los ahorcados los que, en el balanceo de sus cuerdas, interpelan al paseante. Y es el fatal estrellarse contra el muro de lo efímero —y el saberlo— lo que hace de sus tan bien milimetrados versos espejo intemporal de la condición humana. La eternidad, sabía el gran Spinoza, no es la prolongación sin límite del tiempo, esa trivial nadería para contables. Eternidad es supresión del tiempo: una conjetura aritmética de Pierre Fermat, unas variaciones de Johann Sebastian Bach, unos endecasílabos de Petrarca, de Garcilaso, de Aldana, de Villon… Una catedral. Construida en el correr de dos siglos. Incendiada en un puñado de minutos. Reinventada en cinco años. Pocas cosas debieran admirarnos tanto. A todos. Porque, si una catedral es patrimonio de aquellos que heredan las creencias de quienes la alzaron, no lo es menos de aquellos que heredan la estética de quienes cincelaron su belleza. Notre Dame —como León, Burgos, Saint-Denis o Chartres— es Europa. La única Europa —lo único de Europa— que debiera interesarnos. Que a mí me interesa, al menos.
Pero todos nuestros gobernantes estaban demasiado ocupados para perder una noche en el frío y húmedo París de tales frivolidades. Sea. A fin de cuentas, ¿qué puede importarle tanta belleza a un compacto iletrado como Urtasun?, ¿qué, al gobierno de un impostor doctoral?, ¿qué, al tropel de una mugrienta cofradía de ladrones? Nada. Por supuesto. Nada.
Yo retorno a Villon, en el silencio de la casi medianoche:
«De acá para allá, a su albur, el viento,
según se le antoja nos balancea,
más picoteados por los pájaros que un dedal de costura».
Y su serena letanía:
«No, no seáis de nuestra cofradía;
rogad tan solo a Dios que a bien tenga absolvernos».