UNA DE las objeciones más humorísticas a la probable candidatura de Manuel Valls a la alcaldía de Barcelona es su presunta falta de conocimiento de la ciudad. Alguna de las personas que argumentan sobre este defecto votaron en su día por Ada Colau. No parece que en la historia del ayuntamiento barcelonés haya habido una persona que pueda exhibir un grado mayor de desconocimiento sobre su ciudad. La prueba genérica es que está arruinándola con la mejor buena voluntad. Y de pruebas particulares hay a decenas. La que yo prefiero es que la alcaldesa no ha podido llevar a cabo una reforma integral de la Vía Layetana, porque desconoce quién fue Francesc Cambó. Si supiera quién es semejante facha habría trasladado su imponente monumento al museo municipal y renombrado su avenida adyacente con algún pariente Colau, a ver si el nepotismo va a limitarse a los parientes vivos. Es oportuno citar a Cambó por otro motivo. Más de una vez he oído hablar en público a Valls y conozco a algunas personas que han hablado en privado con él. En la exposición de sus planes se advierte sin dificultad una atracción por el catalanismo político. La raíz de la atracción es comprensible por las conocidas razones familiares que son, al fin y al cabo, las que han facilitado su probable candidatura. Pero se trata de un sentimentalismo peligroso. El catalanismo político es lo que ha llevado a Cataluña y España a la situación actual. Y merecería destruirse si no estuviera ya destruido.
Si Valls busca un relato para gobernar Barcelona, nada más simple. Solo tiene que instalarse en la tradición interrumpida del maragallismo, que arranca de la Catalunya Ciutat del novecentismo y cuyos últimos rescoldos se apagaron con el alcalde Joan Clos. Este relato, cuyos antecedentes se sitúan en la Barcelona de Porcioles, que retrasó y aminoró el impacto de la corrupta decadencia pujolista, que trató de hacer de Barcelona una ciudad-Estado potente y refractaria al victimismo, y que supo aprovechar como ninguna otra ciudad lo hizo antes ni lo ha hecho después el azar olímpico –más bien el azar de que Juan Antonio Samaranch fuera catalán– es el que cabe enfrentar al relato nacionalpopulista que pretende convertir Barcelona en campo.
Dado que Valls viene del socialismo, la estrategia tiene el feliz añadido de remediar la traición que los socialistas cometieron con Barcelona cuando aquel Maragall que ya no se reconocía a sí mismo emprendió desde el gobierno de la nación el borrado cruel de la ciudad.